sábado, 11 de febrero de 2012

CARLOS MARGIOTTA


DESENCUENTROS

Ella hablaba y hablaba sin detenerse, su cuerpo era un manojo de palabras vacías arrojadas sin piedad en aquél café del centro porteño. Mientras hablaba y hablaba sin respirar, él la miraba amorosamente esperando una pausa, un pequeño silencio para decirle: ¡Te quiero!, pero eso nunca ocurrió. Cuando salieron a la calle, ella atendió un llamado en su celular. Él sintió un fuerte dolor en el estomago, se inclinó junto a un árbol y vomitó palabras.

El calor me abruma. No puedo pensar. Tengo fiaca. La ciudad es un páramo donde el cemento se desparrama. La noche hierve en la cama, y ni una brisa donde acostarse. Enero es un inmenso letargo. Mi cuerpo se derrite. Mi alma se evapora. Apenas me muevo. Apenas como. Busco la sombra. Algo del animal que fui perdura como un resto. ¿Qué otras cosas conservo de aquel?.

Pasamos parte de nuestras vidas tratando de entender a las mujeres en vano. Quizá el secreto radique en aceptar que somos diferentes, que uno no es la continuación del otro, que en última instancia todo encuentro entre un hombre y una mujer es un desencuentro.

Ellas también creerán que somos el hombre ideal y nos amarán con total entrega. 
Acariciame, abrime, penetrame, dicen invitándonos a recorrer sus misterios.

En la televisión esta el olvido. Uno se olvida de todo para no pensar, para no sufrir, para dejar que los otros decidan por nosotros, para no cambiar, para no rebelarse y luchar. Será por eso que una sociedad del espectáculo, como la nuestra, es una sociedad del olvido.

La lluvia cae sobre nosotros en esa tarde de invierno llena de tristeza. Sabía que ibas a decirme adiós...  y terminamos en un cuarto de hotel, gota sobre gota, gemido tras gemido, mojando la despedida.

Después de la criocirugía y 30 días de hibernación, volvió hecha una mujer de 25 años. La piel tersa, el cuerpo perfecto, el rostro de porcelana. La operación había sido todo un éxito, salvo por un pequeño detalle: le habían congelado el alma.

Nunca olvidaré aquellos eneros de la infancia. El patio sombrío de baldosas negras y blancas   cuando jugaba con los autitos. La terraza urgente de sol donde me refrescaba con el chorro de agua que la manguera de goma expulsaba piadosamente. Los atardeceres lentos del barrio viejo acompañando a mamá con su panza embarazada, y mi vecinita rubia que me llamaba desde el zaguán de su casa para jugar escondidos debajo de la escalera y estremecerme.

Ambos eran una pareja moderna, bellos, apurados, consumidores, adictos al trabajo y al gimnasio. Vivían el presente, compartían un amor líquido, sin compromisos, sin mañanas. Cierto día un torrente de palabras líquidas los arrastró por la alcantarilla.

En Buenos Aires, la capital de un imperio que no fue, sus edificios y paisajes deslumbran a los turistas extranjeros esperando la noche, cuando los cartoneros desfilan recogiendo las sobras de la decadencia.

Espejito, espejito, ¿hay alguien mas linda que yo? Pregunto la mujer. ¡Sí! Contestó el espejo...  Entonces corrió hacia el teléfono, abrió su agenda y llamó al cirujano plástico.

La suerte es grela. Sobre la vieja mesa de paño verde ruedan cinco dados gastados donde apenas se ven sus números, el jugador abandonado a su suerte sólo mira en la superficie de cada uno de ellos dado la imagen de una mujer gastada.

Los medios deberían estar en el medio, pero no están en el punto medio, sino en uno de los extremos. Serían objetivos si no persiguieran sus objetivos. Los medios nos mienten. Los medios justifican los fines. Habría que sacarlos del medio.

La esperó sabiendo que no vendría esa noche, ni tampoco mañana, ni tal vez pasado... quizás nunca. Entonces decidió ir a buscarla al lugar de su primera cita, al lugar del desencuentro.

ANALIA FIGLIOLA


CUANDO SE ABRE EL TELON
A juzgar por primeras impresiones, Juana era una niña mas de su clase, pero con un  poco de detenimiento se podía observar que, en la profundidad de ese par de zafiros, se escondía una personalidad muy especial y que, donde muchos niños reaccionarían con una sonrisa y un salto, ella preferiría el silencio y la quietud. Compartía sus tardes en la escuela con su única amiga, Evangelina, que también tenía nueve años. En los recreos caminaban por el inmenso patio central del colegio y admiraban el imponente escenario que se erigía en uno de los laterales, alzado con fuertes hierros, cuya existencia era ocultada por un terciopelo rojo, pesado y brillante. Desde allí todas las mañanas saludaba la Hermana Superiora, se celebraban los actos patrios, se pronunciaban los más emotivos discursos y ascendían las personalidades más encumbradas de la institución.
"Sí," pensaba Juana, "sería un verdadero honor posarse sobre aquellas tablas y con cada paso poder cautivar al público." Sin embargo, sentía un enorme pesar cuando caía en la cuenta que en sus años de escolaridad sólo algunos 'elegidos' habían tenido ese privilegio. Y ella no había sido una de ellos. Por momentos la envolvía un sentimiento de turbación y se preguntaba, "¿Qué se necesitaba para poder acceder al escenario?"
Casi todos sus docentes siempre habían coincidido en los comentarios, informes y en sus calificaciones en los boletines: 'se destaca en responsabilidad, perseverancia y compromiso.' Ella tenía un gran sentido de la obediencia, y aunque a veces otros hubieran calificado de exagerada su conducta en el cumplimiento de las normas, en su casa estaban orgullosos de ello. Sus padres insistían que sólo así lograría todo lo que se propusiera. En verdad, sus actitudes no le habían reportado gran éxito hasta el momento y, menos aún, el preciado reconocimiento de la comunidad escolar.
Un día recibió una noticia que la alegro enormemente. Su maestra explicó que para las próximas pascuas en la escuela se expondrían los mejores huevos de pascua, hechos a mano y con materiales variados, y se premiaría a los mejores. Era una oportunidad única; sabía que debía esmerarse para poder lograrlo. Trabajó incansablemente sobre su producción, pidió consejos, a veces ayuda, planeó cada detalle con sumo cuidado y, aunque exhausta, hubo noches que no pudo dormir imaginando el gran momento.
Cuando su maestra, Nancy, comenzó a nombrar los trabajos premiados, sus manos temblorosas acariciaban su falda como en un deseo de calmar su impaciencia. Había comenzado por las menciones pero ella no integraba esa lista. Luego siguió con los tres primeros puestos, y justo en las últimas palabras de la maestra, ella escuchó pronunciar su nombre. Su felicidad se completó cuando la maestra colocó su trabajo primero en la fila sobre el estante que exhibía las premiaciones. La señorita Nancy la miró con aprobación y le prodigó unas palabras muy elogiosas. En ese instante, su mente ya estaba recorriendo los muchos ojos que se posarían sobre ella al subir al escenario y hasta imaginaba sus pasos sobre esas resonantes tablas. ¡Por fin, lo había logrado! "Todo el sacrificio, la espera, el tesón habían dado su fruto," se repetía Juana. Sin embargo, cuando volteó su mirada hacia el pizarrón pudo ver una lista de ominosos nombres, entre los cuales no estaba el suyo, y luego confirmó lo peor de los labios de la señorita Nancy:
- "Bueno, como les decía, todos queremos participar y compartir esta alegría ya que todos trabajaron arduamente y merecen reconocimiento. Entonces, decidí que alumnos que no hayan sido premiados mostrarán las producciones ganadoras el día de acto. Más tarde ensayaremos su ascenso al escenario y cómo deben moverse."
Juana bajó su mirada y su cara aún rosada por el alboroto palideció de pronto y se elevó en ella una gélida expresión de amargura. Esa noche, durante la cena, explicó brevemente el episodio y en el relato su familia pudo adivinar su desconsuelo. Entre caricias, su madre le aseguraba que hay que tener paciencia y seguir por el mismo rumbo - sólo así lograría sus objetivos. Y esa noche sobre su almohada y en soledad lloró y lloró. Y esa noche no iba a ser la única en la que desahogaría sus lágrimas, lamentándose por su excesiva responsabilidad, perseverancia y compromiso.
Los años pasaron entre tareas, exámenes, lecciones, recreos y un gran deseo que Juana aún albergaba en un recóndito lugar de su corazón adolescente. Su cuerpo se había vuelto delgado pero con finas curvas que dibujaban los primeros trazos de su femineidad. Su grupo de confidentes había crecido levemente entre dos y tres amigas, entre las cuales estaba su fiel Evangelina. 
Durante los recreos, Juana y su grupo solían quedarse en el aula y charlar. Allí estaban más a salvo del tumulto del pasillo y el bullicio del patio. En una oportunidad, Juana tomó una tiza, paso al frente y sorprendió a sus amigas con una imitación muy bien lograda de una de sus profesoras. Absorta en su rol docente, Juana no había notado que algunas de sus compañeras estaban entrando al aula y comenzaban a disfrutar del espectáculo que ella tan bien había montado. Al cabo de unos instantes, cuando giró para dejar la tiza, escuchó aplausos y algunas voces que vivaban su nombre y un 'Bravo' que quedó resonando en sus oídos...

***
Se acaba de abrir el telón. Silencio total. Algunos pasos retumban sobre las tablas. Allí justo en el centro del escenario se erige una hermosa mujer. Sus palabras flotan en el aire antes de rendirse a los pies de la audiencia.
- My noble father, I do perceive here a divided duty, to you I am bound for life and education, my life and education both do learn me, how to respect you, you are the lord of duty, I am hitherto your daughter, but here is my husband. And so much duty as my mother showed to you prefering you before her father. So much I challenge that I may profess, due to the moor my Lord.
-¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!, aclamaba el auditorio y esas palabras resuenan en los oídos de la más bella Desdémona de todos los tiempos, que se inclina frente al público con sus ojos azules empapados en lágrimas.






CLAUDIA TEJEDA


LA MUJER DEL FONDO
He caminado hasta la casa o la casa ha caminado hasta mí, con su aroma navideño de agua de azahar, con el sonido de los tenedores batiendo sin descanso una mayonesa casera sensible al mal de ojo.
He vuelto por el pasillo hasta el fondo, donde la inquilina vieja rabiosa tejía malos humores a dos agujas, en una bufanda negra interminable, con la que se ahorcó de soledad un día de reyes.
Mi madre insistía en llamarla niña como un título de honor a su soltería, aunque para mí, no era más que una anciana histérica y amarga como las naranjas de su árbol, que yo a propósito cortaba para provocar una lluvia de flores sobre su patiecito recién barrido.
La antipatía era mutua.
Ella parecía una estatua rolliza perfumada de Mary Stuart, moviendo apenas sus dedos en repetidas estocadas de punto santa clara. A veces se la escuchaba llorar. Sus lágrimas atravesaban el portoncito de alambre, formaban un arroyo por el pasillo y morían en el desagüe. Entonces su actitud enyesada cobraba cierta humanidad.
Para aquella navidad mi madre la invitó a compartir nuestra humilde mesa, pero Catalina de hielo levantó sus cejas y rechazó la propuesta sin excusas.
Creo que se encerraba bajo candado y doble vuelta de llave, que clausuraba la ventana, que huía de las estrellas, que no soportaba la plenitud de la luna.
El reloj dio las doce de la Nochebuena y si bien no éramos muy felices, las copas en el aire quebraban los espantos del ambiente, la tristeza de mi madre, mi padre apurado por escaparse al bar a beberse la noche a sorbos de vino barato.
Sabía que el niño Dios no me traería la bicicleta, sólo por evitarle otros pesares a mi madre, que tenía cierto pánico insano a que se me partiera algún hueso, pero en su reemplazo, recibí un regalo blanco de orejas largas y ojos rojos. No dudé en llamar Catalina a mi coneja y ésta era realmente adorable.
 A la vieja del fondo no le pareció tierno mi gesto ni nada, le daba escozor ese bicho anti-higiénico como le decía. "Si la veo comiéndose mis helechos te la devuelvo en escabeche".
Y se comió sus helechos, nomás, a los dos días apareció malherida y agonizante, víctima de un escobazo. Odié a la vecina asesina de mascotas y recé para que se mudara pronto a otra casa, en lo posible a su panteón. "viepejapa depe mierper dapa, mopo ripi tepe" repetía una y otra vez como una letanía de efecto residual.
Llegó el treinta y uno de diciembre y el pollo sudaba aromas a tomillo y romero en el horno de barro. Estábamos desmodaldo los panes dulces cuando apareció la mujer del fondo con una muñeca negra entre sus manos.
Era para mí.
La muñeca era fea, de trapo, de brazos y piernas largas, con trenzas de lana y delantalcito de mucama, pero al abrazarla tenía una calidez de vellón que la fiorella de plástico no trasmitía.
Si en ese gesto Catalina buscaba redimirse, lo había conseguido.
La bauticé "Morocha" con el fondo de sidra tibia de una copa que había quedado sobre la mesa.
Morocha se dejaba operar las rodillas y mal suturar con hilos de colores, dormía conmigo y me tapaba los oídos cuando mis padres se apuñalaban con palabras filosas. Ocurrió mientras tomaba el té con Morocha, teníamos los pulmones repletos de olor a uva chinche que estallaba del parral disciplinado y que daba sombra al pasillo compartido por el que cruzó mi padre de a zancadas, cuando oyó el grito. La encontró colgada de su propio tejido.
Yo sólo recuerdo el pendular de sus pies hinchados, la bufanda negra y extensa, la alfombra de naranjas amargas rotas contra el suelo.
Cuando a Morocha se le escapó una lágrima supe que mi inocencia se había acabado.
Aquel seis de enero sólo pedí que se revirtiera mi conjuro jeringozo, pero era tarde, Catalina yacía debajo de las flores. 


HIPERBREVES



HIPERBREVES A DÚO


PUBLICADO EN LA REVISTA GAVIOTAS DE AZOGUE DIRIGIDA POR FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES


FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES
MAR PFEIFFER

VACÍA EL CAFÉ
Ella alza exageradamente el brazo y vacía el café de la taza encima del mármol gris de la mesa que la separa de él. El café horada el mármol y en vez de salpicar la camisa de él, como ella esperaba, mancha inexorablemente sus zapatos.

LA VUELTA
Él comienza a rasgar las hojas de papel como si despedazara unas superficies infinitas y las termina reduciendo a pequeños fragmentos con los que tapiza la hierba cual si nevara frente a los ojos de ella. Pero una brisa inesperada sopla los pequeños fragmentos dándoles la vuelta. Y ella puede leer en el puzzle de ínfimos trazos de tinta lo que nunca había logrado descifrar cuando él hablaba.

HUECO EN EL CENTRO
La pequeña cuchara tiene un hueco en el centro. Se la han traído al servirle un café. Él la levanta y la coloca frente a uno de sus ojos mientras cierra el otro y la va separando en línea recta en la dirección en que ella, una desconocida, en otra mesa parece una esfinge de perfil. Cuando su brazo llega a la máxima tensión el hueco de la cuchara ha encajado perfectamente en los contornos de un lunar. En el viaje de regreso la cuchara ha llegado entera, y a lo lejos él puede percibir, como si la acariciara, la lisa piel de la mejilla de la desconocida.

FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES
THELVIA MARÍN MEDEROS

CENIZA DE ÁRBOL
La mujer, en medio de la noche, arranca pedazos de cortezas de un tronco, y, cada vez, aprieta el trozo entre su mano hasta que lo vuelve ceniza de árbol. Así revive aquella noche de entrega, y con ese ritual, cree extraer del tronco, en cópula divina, la savia que la convirtió en esta madre sin el hijo que duerme, hecho cenizas, bajo aquel tronco.

MIRÁNDOLA COMO SI LA CONOCIERA
El hombre se acerca a la mujer en la plaza y se queda mirándola como si la conociera. Ella le sostiene la mirada. Él finalmente manotea y se gira para marcharse. Entonces ella adivina por qué él la confundió con otra, cuando recuerda haber leído que en algún punto del planeta, existe nuestro doble.

CANDADO
La mujer de pie frente al hombre, se tapa la boca con las dos manos como si, poseedora de su propio candado, lo protegiera, para impedir que él, poseedor de la única llave: descubra "el secreto".

NOEMÍ BENITO SÁNCHEZ-MONGE

EGOÍSTA
-Mío, mío, mío, mío -dijo mientras abrazaba compulsivamente la nada.

EXPECTATIVAS
La hormiga tiró el grano de maíz a los pies de la cigarra con fuerza y comenzó a bailar extasiada. Había decidido no ser más lo que se esperaba de ella.

SECRETO
Ella se mira al espejo, los poros de su piel emanan una leve luz dorada y sabe que él la ama. Él aún no se ha dado cuenta de que también está lleno de luz. No será ella la que le diga que se han intercambiado el alma, aún no quiere asustarlo.

TEMORES
Y de repente el silencio.
Ni ideas, ni compromisos, ni futuro. Sangre que lo borra todo.

INDIGENTE
Indigente con un abrigo ajado, el pelo enmarañado, barba de años, postiza, y una botella de vino en las manos camina por la calle. De repente ve un maniquí vestido con un traje de buen corte, caro, una peluca impecable, bien afeitado y un maletín sujeto de piel en una manos.
El indigente se detiene frente al maniquí, lo mira de abajo a arriba hasta detenerse en el rostro.
Le toca la cara con curiosidad.
Coge el maletín de piel y lo deja en el suelo junto a su botella de vino.
El indigente descubre un peine en la otra mano del maniquí, se lo quita y se peina cuidadosamente, después, con la misma dedicación, despeina al maniquí.
Él se desviste hasta quedarse en ropa interior, una ropa interior blanca, impersonal. Luego desviste al maniquí, que hasta dejarlo igual.
El indigente se va vistiendo con la ropa que le ha quitado al maniquí y va colocándole la suya al modelo de plástico.
Acto seguido se arranca lentamente la barba y se la pone al maniquí.
Se agacha, coge el maletín y la botella de vino, las observa, estudia tanto una cosa como la otra. En un rápido gesto deja la botella en el bolsillo de su antiguo abrigo.
Lo mira de abajo a arriba, le toca la cara, esta vez sonriendo.
Se separa, le da la espalda y sigue caminando.


ANA MARIA DIAZ VELO



EL REGRESO


Doctor Bautista Simón Illapantac, lee a través de la transparencia de la caja, en la tarjeta que encabeza el lote de doscientas. Los títulos, la profesión, con todo eso que le ha costado tanto regresa a su pueblo, vuelve a su hogar y a la curiosidad de verla a Alicia.

Kilómetros más kilómetros cambiando follaje por piedra, subiendo en diagonal de sur a norte hacia las estribaciones de los Andes, y después de transbordar en San Salvador para alcanzar el micro local, Uquía, clara hasta hacer daño a los ojos. Valle elevado y angosto de tierra pedregosa, calles estrechas que suben y bajan, casas blancas de techos ásperos, contiguas; otras casi suspendidas en la ladera del cerro -imponente Huaca-.
El colectivo empolvado frena suave en la esquina sin ochava del almacén de Pedro. Todo está igual, piensa. Su madre, esperándolo, lo desmiente; enjuta, con sus trenzas desteñidas en finos trazos blancos. Entonces se da cuenta que pasó una vida, una vida sin verla encanecer de a poco, ni descubrir cada nueva arruga en su rostro moreno. A su lado, una mujer que desconoce, la acompaña.
Se descuelga del micro y abraza a su mamacita en cuerpo y alma, llora de emoción al sentirla tan cerca, cuando desvía la vista, advierte que la desconocida es Alicia, la que prefirió quedarse en el pueblo. La atrae, reteniéndola con amor ido en un segundo tras haberlo defendido por años. Impacto brusco, desilusión, todo junto.
Flanqueado por las dos mujeres camina el trecho que lo separa de la casa y a medida que sube la cuesta, su mirada  abarca más y más el caserío engalanado para el festejo. Saluda a los amigos, pregunta por sus hermanos, los cinco desperdigados a lo largo de la Quebrada, con distintas ocupaciones y en familia.
Entra al hogar orientado al Este, su maleta recala. Le salen al encuentro el mismo olor a humo de la infancia, idénticos colores, aunque menos brillantes, pero cuanto más pequeña y chata le parece la casa. Busca en  el patio al árbol de ramaje tierno, las ramas nudosas del lapacho lo ignoran traspasándolo de frío en el mediodía caluroso. Se ve niño parado en el mismo lugar, con los ojos  fijos en la copa del árbol, esperando que caiga una flor en el cuenco impaciente de sus manos… Si alguna conservada entre dos hojas de un cuaderno llegó con él a Buenos Aires. 
Junto a los fieles asiste a la procesión que recorre Uquía, suben y bajan del cerro serpenteando por el camino polvoriento. Finalizada la ceremonia, la imagen vuelve a su pedestal en el altar mayor, la custodian las pinturas de los ángeles arcabuceros, expresión cándida y paradojal del arte indígena. Repica el campanil en la iglesia caleada para la ocasión y se dan la mano Viracocha y la Virgen , en paz  regresan los píos a su continuidad.
Empecinado en los recuerdos sigue buscando los afectos, le confía a Alicia su desasosiego. Ella lo escucha con atención. Él se desnuda fragmentado, tratando de conciliar la realidad con sus vivencias de adolescente. Intuye que ha perdido su lugar sin esperanzas de recuperarlo.
El doctor Bautista Simón Illapantac, especialista en vías aéreas superiores no hace falta en el pueblo, donde sus habitantes se ríen del apunamiento y siguen mascando coca para evitarlo, tienen su propia medicina y otros códigos, distintas alegrías y preocupaciones ajenas.
Ya no encaja Bautista en esa dinámica primitiva, tan hermética y a la vez tan íntegra, que al compararla con sus once años de estudios terciarios siente que los conocimientos adquiridos lo han llevado como por un embudo, al que se entra pleno, a los borbotones  y se sale retaceado y mezquino. Y lo perdido, lo perdido lo poseen las dos mujeres por el hecho tan simple de haber echado raíces en el pueblo que las vio nacer.
Lo que podría haber sido para siempre, sólo fue un extenso y merecido tiempo de vacaciones. Se va después de mirar largamente a su madre, se lleva su risa viéndola disfrutar con la fiesta de la diablada en Humahuaca. Hoy Uquía le hace daño.
De regreso a la Capital se detiene en Tilcara y en el Pucará, como un turista más, admira la fortaleza construida por los indios Omaguacas, con su jardín botánico de altura y la curiosa piedra campana que emite un sonido similar al tañido del bronce. Quién sabe cuándo volverá a transitar la Quebrada.
En el otro camino, el de la vida, perdió el tren de la totalidad. Por elección subió al que se bifurca y allá va el flamante doctor, por un carril su corazón, por el otro su acervo, conciliando sentires.

MARISA PRESTI


LA PROTANCA


La quietud, la monotonía, el viento suave y persistente que levantaba tierra y hojarasca contra el persistente esfuerzo de las señoras que salían una y otra vez a barrer las entradas de las casas. La placita, en el centro del pueblo, típico lugar de reunión de los que intercambiaban novedades y chimentos.
          Hoy lo veo así, un lugar apagado y sin futuro, pero en aquella época, cuando aún era chico, lo vivía como una cita constante con travesuras y juegos. Formábamos un grupo de seis o siete varones de "dudoso" comportamiento, por eso siempre nos acusaban de cualquier tipo de pillería, aunque muchas veces, a decir verdad, éramos inocentes.
Conocía a todos y me aventuraba, muchas veces solo, por los bosques de abedules al final del caserío. Corría cerca un pequeño riacho, y más de una vez nos juntábamos a pescar mojarritas. El que lograba pescar más era premiado con un helado que debíamos pagar entre todos.
Un día que mis amigos prefirieron jugar a las bolitas, caminé hacia el bosque y sin darme cuenta me desvié del camino principal. De pronto, vi una casa desconocida, en realidad un rancho rústico con techo de paja y paredes de ladrillo a la vista. Me acerqué un poco más, y vi salir unos hombres riéndose a carcajadas. Escondido tras los arbustos divisé un cartel en el frente: La potranca. Alcancé a oír música y voces fuertes. Por miedo a que me descubrieran, salí corriendo hacia mi casa. ¿Por qué no se los conté a mis amigos? No sé, es algo que todavía me pregunto, quizás intuí que se trataba de algo especial, prohibido.
Volví temprano y me puse a hacer los deberes del colegio. Mi madre se sorprendió, acostumbrada a regañarme una y otra vez para que cumpliera con mis obligaciones.
Al llegar la noche estaba a punto de dormirme, cuando mi padre entró a mi cuarto para darme un beso. Y entonces, me atreví a preguntarle. Papá, ¿qué es La Potranca? Su cara se puso pálida, cambió su buen humor por una voz autoritaria: No es nada que tengas que saber. Ni se te ocurra andar por ahí. Sin decir más, cerró la puerta de modo brusco.
Era demasiado curioso para obedecerle, el mundo entero estaba frente a mí para que lo descubriera, era una invitación constante que no podía evitar aunque quisiera. Sospechaba que los adultos nos ocultaban demasiado, nos impedían avanzar como lo habían hecho ellos, me parecía que todos teníamos el mismo derecho a conocer, a saber cada vez más cosas y en última instancia era su obligación contestar nuestras preguntas.
No hablé más del tema; la mirada de papá, poco amistosa, estuvo clavada en mí durante varios días. Revisaba mis cuadernos dejando de lado a mi madre que era la que se ocupaba de esa tarea. Durante la cena sus ojos parecían querer descubrir algo con qué regañarme. Al final de ese mes de octubre, todo pareció volver a la calma. Todo menos mi rebeldía, que esperaba el momento propicio para volver a la misteriosa casa.
La ocasión se me presentó una tarde temprano, mis amigos habían ido al circo que hacía pocos días se presentaba en el pueblo. No me dejaron ir, como castigo tardío, y fue entonces que decidí volver al lugar. Recordaba el camino, una sensación entre temor y ansiedad me hizo apurar el paso, casi corría cuando llegué a escasos metros. Oculto tras los arbustos salvadores vi lo que nunca había visto: una mujer en ropa interior colgando unas prendas en una soga improvisada. Quedé sin aliento, y eso me hizo toser contra mi voluntad. La mujer levantó la vista y se acercó a mi escondite. Una carcajada salió de su garganta cuando me descubrió. ¿Que hacés, chiquitín, estás espiándome? Apenas pude contestar: No, señora, disculpe…
Insistió tanto que al fin decidí confesarle mi verdad: Sólo quería saber que hacen acá. Esto la hizo reír todavía más. Y sin decir palabra, me tomó de la mano y literalmente me arrastró hasta la casa.
Nunca olvidaré lo que mis ojos descifraron a pesar de la oscuridad, ni lo que mi olfato reveló como un olor a humedad y encierro. Cuatro o cinco mujeres, todas en ropa interior comenzaron a reírse al verme. Che, Zaira, ¿no es muy chiquito para vos? Escuché las bromas, que parecían interminables, mientras la tal Zaira me hizo entrar en un cuarto, y luego de cerrar la puerta con una traba me miró desafiante: Ahora vas a saber lo que hacemos acá.



martes, 7 de febrero de 2012

LULÚ COLOMBO




POEMAS

EL SILENCIO    
                                      
Heme aquí, madre.
Busqué a gatas las palabras de tu silencio
en la piedra sangrante de estos cerros
Anduve por ríos amargos y  agrias selvas
arenas traicioneras en mares quietos
¿Dónde tu voz? Eran otras las voces.

IRREDENTOS 
                               
Era mes de fiestas, febrero, y venías hacia mí
arrastrando tu sed bajo ese sol agudo.
Un torrente de palabras idiotas,
desconocidas, me borbotearon filosas
como salivazos redentores
Desbocados latigazos catequistas
¿Acaso era mía esa mesiánica voz
que te hablaba de dignidad bien pensante?
Si sólo querías un poco de vino para tu sed
que apagase la mano gigantesca
de tu padre desgarrada despeñándose
precipicio abajo hacia la muerte?
Un hombre, un barranco y una mula
soles abrasadores y piedra yerma
Y  la rueda del carro girando en el aire
para siempre ¿qué petulancia salvacionista
invadió tu sed y la mía?
¿Cómo? ¿Y la soledad? ¿Y la muerte?
¿Y el desamor? ¿Y el frío? ¿Acaso era yo?
¿Y los atardeceres que no te prometen nada,
ni una changa para apagar con tu sed
lo que no tiene forma ni puedes nombrar?
Ese sábado era también yo quien eligiera
el  salto de la muerte hacia la vida?
Sábado de manteles de hule brillando
en las mesas de campo, la mesa de Jesús.
Febrero se deshojaba como si fuera abril
Todos te miramos. Venías del infierno.
Ojos turbios de alcohol y oscuridades
apenas pedían el olvido por dos pesos.
En mí, la imposible esperanza de redención.
Sólo una copa en un mostrador gastado
para juntar el desprecio de los satisfechos
como quien barre las hojas de un otoño cualquiera.
"Dos pesos para un vino", suplicaste,
"y me voy pa´ las casas". Sabíamos los dos
que no era cierto. Todos  nos escucharon en silencio
Las palabras se agitaron entonces en el limpio patio
como  corolas revolviéndose en los tiestos
Palabras viejas. Viejas promesas.
¿Valentía y amor? ¿Cuándo? ¿Para qué?
Mi hacha por un tinto. Ni cerveza, ni whisky,
ni ginebra. Sólo dos pesos para un trago.
La garganta de piedra donde habitan los soles
raspa todavía en mi cerebro y el abismo sinuoso
de tu noche bebe y marchita tu voz
en un grito arenoso de acre agonía eterna.
Es tu noche. Mi noche. Mi abismo. Tu silencio.
¿Cómo pude atreverme a intentar empujarte
hacia esta insoladora luz que deshilacha
el amor viejo oliendo a nube rancia,
avinagrando las mieles en que reposara
embriagada tu alma al embebecerse
hacia dentro de unas copas?
Y te di los dos pesos… Éramos dos irredentos.


INDIO MUSIQUERO 
            A la memoria de Don Pachi

Su corazón es un río de notas y de pájaros blancos
Dicen que hay verdades de piedra
Digo que hay verdades de canto
y de manos que trabajan
verdades que acarician cuerdas
como las manos del Indio
a quien llamamos Don Pachi.
Su corazón es una guitarra inmensa
que abraza la tierra, iluminándola
con vidalas, gatos, chacareras

Su corazón palpita entre las piedras y el río
con el plañir antiguo de los vientos
viene en rasguidos tiernos
acariciando el cháguar y la doradilla.
Su corazón es una llave de sol
en la vigilia de los pájaros
un árbol de estrellas encendidas
hechizando el silencio.

Las vidalas del alma,
de su corazón jamás cansado
sueltan azules tardes y palomas
en el río que riela enamorando el Cerro.
Cuando la rosada boca de la noche
viene trayendo su canto
Indio Pachi allí sentado,
es eco, es aura, es leyenda,
es  un corazón de arpegios
sigue sonando en el tiempo.

- ¿Quién dice que ya no está?
- Maestro, siga tocando.

Leído por la autora en Cerro Colorado, Córdoba, en la semana
 del bicentenario, el 24 de mayo de 2010, en el homenaje 
al compositor Don Pachi, nativo del lugar.


ERA UNA BELLA TARDE…

Recostada en las piedras del Cerro
oí la voz de una corzuela que decía:
- Aquí es donde habitan los dioses.
La voz retumbó  quebrándose, hasta perderse.
No vi sombras, ni árboles, ni hombres
Vi un cielo azul y llamitas de espuma blanca
corriendo por un inmenso espacio rojo.
Oí entonces el canto del cardenal
resonando en la piedra como un poema alado
De pronto, se hizo un silencio eterno.
El hechizo de los cascabeles, inocentes
 cencerros de la muerte, irrumpió en el alero,
soberbio y letal como el orgullo, fatal
y oscuro como la obsidiana. Era la sierpe.
Nuevamente se oyó la voz de la corzuela
Dulce y grácil voz entre las piedras:
-Es la sierpe sagrada custodiando
el templo de los dioses, dijo. Desde aquí
observa el mundo con sus ojos oblicuos.
Me adormecí enseguida y el valle serrano
se ocultó tras mis párpados.
Un brujo azul me murmuró al oído
historias ocultas, memoria del tiempo
aquél en que su fin se acercaba.
Una larga noche de fuego, sangre y gritos
fue invadiéndome. Y el olor acre de la muerte
me envolvió entonces como una siniestra túnica.
Miembros arrancados, hombres desollados,
Lenguas calladas para siempre. Voces,
humo y lágrimas. Abrí los ojos
y entonces comprendí todo aquello,
piedra sumida ahora en  el silencio.
Allí corrían solas, eternas, las llamitas blancas.
Vi otros brujos bailando. Vi los flecheros
preparándose para la lucha (ya perdida)
No vi mujeres ni niños. Ellas, cautivas?
Ellos, esclavos, muertos?
La sierpe serpenteó hasta perderse
El cardenal clavó sus trinos en el cielo
Era una bella tarde…
¿Y ellos? ¿Dónde?

CARMEN AMARALIS



ME VISTIERON DE CHOLITA

  Jamás pensé cinco años atrás, que aceptar en mi laboratorio al peruano Blas Puma resultaría en una de las experiencias más intensas de mi vida. Puma llegó tímido a mi oficina y asomó su rostro absolutamente inca entre la puerta y la pared adyacente a mi computadora, lugar donde acostumbro pasar largo tiempo en mis labores de investigación científica. Puma deseaba desarrollar su tesis en electroquímica en uno de mis proyectos con drogas contra el cáncer. Puma no leía inglés y su español me resultaba difícil de entender. Lo entrevisté y con mucha renuencia le dije que lo pensaría. Mi grupo de investigación se ha hecho muy grande y acostumbro ser muy estricta al escoger otro miembro. -Lo pensaré- le dije, -ya le avisaré mi decisión.
  Desde ese día comenzó su persecución. Puma se convirtió en mi sombra. Si salía del cuarto sanitario, allí estaba Puma esperando mi respuesta, si iba a la cafetería, allí estaba Puma, si sonaba el teléfono era Puma. Jamás conocí otra persona más tenaz y persistente. Finalmente le acepté en el grupo, no sé si como premio a su tenacidad o por librarme de su sombra perturbadora. Resultó excelente adquisición, investigador muy trabajador y dedicado. Hace dos meses completó la parte del proyecto que le asigné. Ya tiene su título de postgrado y se ha traído a su esposa y dos niñas con ojos oblicuos a la Isla. Desea vivir aquí con su familia.
  Cuando Puma se enteró de mi viaje a Perú apareció con toda su prole a mi casa. Deseaba darme el teléfono de su hermano. Las niñas lo miraban todo como si mi casa fuera un museo de extraterrestres. Me miraban a los ojos con sus ojos oblicuos y de un color negro penetrante, me tocaban la piel, los rizos del cabello, los brazos.
  Como encantadas, se pusieron mis gafas de sol, se probaron mis colores rojos para los labios, mis tacones altos, mientras Puma con una sonrisa de orgullo y satisfacción me hablaba sobre el trabajo que acababa de conseguir gracias a unas referencias que le diera al graduarse. En sus ojos tenaces podía leer una avasalladora mezcla de agradecimiento y orgullo que me conmovieron hasta el alma. Le prometí llamar a su hermano al llegar a Cuzco. Al despedirlos quise darle un beso y retrocedió haciendo efluvios y bahos orientales que me dejaron en total desencajo.
  Al llegar al Cuzco llamé a Puma II. Digo Puma II porque al verle llegar esa noche al recibidor del hotel donde me alojaba, me pareció tan idéntico a Puma que corrí a darle un beso de alegría, costumbre caribeña poco usual en los altiplanos de Sur América. Esta vez fue Puma II quien retrocedió, quedando en total confusión, mientras yo, en remolino, le daba información de su hermano.
 Puma II se quedó parado en medio del Lobby con un paquete en sus manos. No recuerdo haber observado una persona más caballerosa en mi vida, ni siquiera a mi amigo Lord Kensington en Londres. En absoluta posición militar, como si llevara la bandera nacional doblada en sus manos, con movimientos simétricos y firmes, adelantó tres pasos hacia mí, y con un brillo extraño en los ojos me dijo:
-Señora Carmen, reciba esta manta confeccionada por nuestra madre en agradecimiento y profundo respeto por la ayuda brindada a nuestro hermano en Norte América.
  Al recibir la manta me envolvió una sensación que no puedo describir. Sentí que recibía algo sagrado, algo lleno de magia y vida, de luz y amor, de ternura, de lágrimas de madre, de emoción de hermano, de dolor de adioses, de distancias y sufrimientos contenidos. Un nudo se apoderó de mi garganta, la manta ardía entre mis dedos, el fuego de las horas invertidas en bordarla, las manos arrugadas de la madre, la sal en los ojos oblicuos de Puma II se mezclaban con mi vida, con mis canceres por curar, con los labios rojos de las cholitas de Puma pintados en mi habitación, con las pulsaciones del corazón de dos Pumas abrazados en la distancia. Y me correspondía a mí recibir tanto y yo allí parada sin saber que hacer, abrazada a la manta tejida. No sabía si besarla o ponérmela sobre la cabeza.
  Pasaron uno minutos que me parecieron eternos, pero cuando al fin pude darle las gracias y moverme,        Puma II tomó de nuevo la manta y me la acomodó con mucha reverencia sobre los hombros, haciendo un nudo perfecto y mostrándome en el reflejo de un cuadro de la pared, como es que las cholitas cargan a sus guaguas en la espalda, mientras labran la tierra.
  El cristal me devolvió la imagen de una cholita alta y rubia, y esa cholita era yo.