miércoles, 25 de septiembre de 2013

Nilda Antonia Pigazzini

 
LOS POETAS VOLADORES

 

En las noches me exilio, comienzo el vuelo

me sumo al silencio como pájaro en celo

El poema se asoma  su canción es la nota

 

En las noches de luna la canción se hace

tema planeo  me elevo 

Y los sueños se escapan, los que un día quisieron

Suspirar los acordes  buscando en la luz

A través de matices milenios de cielo …

De pronto el insomnio erguido  en silencio

En la Barca de Ulises la canción se hace pueblo

 

Volaron las liras  el amor se va haciendo…

Las palabras se forman de los viejos recuerdos

Los colores matizan  los pinceles  suceden

y cruzando el espacio los poemas  asumen

 la voz de los tiempos …

 

En románticos vuelos el concierto se encumbra

Opaca el espacio el burdo siniestro

En el mundo de estrellas retorna la imagen

Del poeta que espera…

 

Sin cambiar la razón  con hidalgos conceptos

En la noche los  pájaros   alumbran el cielo …

Rodaron compases  tan bellos que jamás

 se escucharon ….

Los pájaros  unidos en el arte  se elevan

 ..

El amor siembra misterio … 

Germinaron violines …

 Los poetas volaron   lejos del dolor …

 Humano universo …

Desde  ese día cualquiera unificando el planeta

Los pájaros poetas    recorren el mundo

Pintando ,cantado sembrando  poemas

Recogiendo sueños …

Vicente Margiotta


ULTIMO ANHELO


Yo quisiera oprimir tus leves manos

entre mis manos con febril anhelo,

tus cabellos de endrino terciopelo

acariciar como en mis sueños vanos.


Yo quisiera en tus brazos amorosos

olvidarme de todo lo que existe,

calmar la sed de amor que mi encendiste

vistiéndome de besos ardorosos.


Y quisiera por fin abandonarme

sobre la tibia albura de tus senos

y en sueño dulce de delicias pleno

no volver nunca más a despertarme.

Raquel Piñeiro Mongiello


VELETAS



 Viene un silencio peregrino 

colmado de veletas.

Yo le entrego mis utopías,

el ensaya voces,

hace una mea culpa

y comienza de nuevo

a realizar cavilaciones.

Pero es tanto el esfuerzo

que necesita para salvarse

del peso de la palabra

sobre el papel,

que quiere escapar

y no puede; solo atina a esconderse

en el sueño húmedo de una lluvia,

donde nadie lo irá a buscar,

porque será siempre

nada más que un silencio peregrino,

destejiéndose sus cabellos.

Gustavo Andrés Murillo


La niña y la tormenta 



Cuando los rayos del sol consiguieron atravesar la densa capa de nubes plomizas ya nada era igual. Habían bastado cuatro horas de lluvia para que el lecho del Río Seco movilizase una tromba de barro y enredados troncos de árboles que destruyeron en cuestión de minutos todo un barrio. La gente, las familias, muchos de ellos desnudos se amontonaban en techos, árboles o cualquier lugar alto y desde allí observaban las ruinas sin convencerse del todo de haber sobrevivido a ese sorpresivo ensayo del Juicio Final. Los primeros periodistas ya estaban llegando y en medio del pasmoso silencio un viejito vestido solo con un pantalón corto y ojotas sonreía a visiones de su pasado y comenzaba a tocar, con el entusiasmo de lo cotidiano, su violín; sus pies descalzos, flacos y blanquísimos por el forzoso baño, colgaban del árbol en que estaba sentado, tan eterno y enclenque como él.
Babel, el periodista, se demoraba. Sabía que los movileros de su programa ya estarían llegando hacia el barrio del desastre, él los había llamado al momento de enterarse de la gran noticia, sabía que de no hacerlo, sus chicos (como los llamaba con desprecio de padre déspota) se hubiesen quedado toda la mañana a la sombra del edificio municipal esperando a que hable cualquier funcionario con ganas de avanzar unos casilleros en su carrera.
Babel… Juan Babel se demoraba mirando con pena sus zapatillas importadas. Al final se decidió a salir de su casa, podían estar llegando ya los funcionarios provinciales y él debía estar vestido adecuadamente. Aunque al volver a su casa –quizás ya entrada la noche- iba a tener que tirarlas.
Al llegar empezó rápidamente a sacar fotos, mientras les indicaba a sus periodistas a quien entrevistar: debía asegurarse de que las entrevistas se desarrollasen sin ataques de histeria ni arranques de odio contra el gobierno. -¡Para que, si después los volverán a votar!- les explicaba a sus movileros. El sí, cada tanto, se peleaba pero eso era algo  diferente.
A un par de horas de dar vueltas al desastre, caminando sin saber si donde pisaba había sido casa o calle, Babel ya estaba sinceramente sorprendido de que no llegasen funcionarios de primera línea, -esos estarán tan desorientados como los de acá- pensó. Como pudo consiguió una charla informal con el hombre a cargo del rescate del barrio, el Comandante Piedras. Él le confió que habían recogido bajando por la crecida del Rio Seco tres cuerpos: una anciana que figuraría como un infarto, un hombre que vivía solo –este sería alcohólico- y otra mujer vieja, seguramente boliviana. Estaba claro que ella sería NN.
El Comandante dijo –y el periodista confiaba en su criterio a ojos cerrados- que la situación ya había sido controlada. Luego, pasado el mediodía, comieron juntos y llegados al postre Piedra le dio la gran primicia: Si se garantizaba la tranquilidad de la población, en una semana, vendría el Presidente. Babel en silencio maldijo su suerte, con semejante noticia él no debería haber almorzado. Su ulcera le cobraría su buen apetito.
Durante esa tarde se dedicó a observar el improvisado campamento, los militares lo estaban organizando bien. Las familias se acomodaban en carpas y un puesto de control regulaba quien entraba o salía, hasta el periodista tuvo que mostrar sus credenciales al par de soldados que le apuntaban (como si no lo conocieran) mientras lo miraban impersonales tras sus lentes oscuros.
La única carpa que no respetaba el orden y decoro administrados por el ejército era la del grupo de chicos que habían estado bailando en el boliche cuando estalló la lluvia. Los jóvenes parecían aun un poco bebidos -cosa ya imposible, serian solo esquina del campamento cantando cumbias en desafinado coro y alegremente. Entre ofuscado y resignado el Comandante les dio la libertad para que se retiren a sus casas solo luego del veredicto del cura que se había instalado para ayudar a poner orden en el campamento. Este había hablado con ellos y no había forma: solo iban a enloquecer a todos.
Ya entrada la noche Babel pudo irse a dormir. Antes pasó por el bar donde discutió un par de horas sobre el último gran interrogante del pueblo de Bermejo: Para el, debía respetarse el inicio del Carnaval si no se quería terminar de colmar la paciencia del pueblo, nadie lo entendió pero él ya estaba acostumbrado. Durmió con la tranquilidad del que ya sabe cómo amanecerá al día siguiente.
El día, por supuesto, amaneció radiante. Luego de recibir el permiso especial para montar la radio en el campamento Babel se encargó de recibir donaciones y apoyó, contundente, la decisión del Intendente de dar inicio al Carnaval. A unos cien metros del campamento se organizó el palco oficial y la pasarela a lo largo de la ancha avenida y llegando hasta el puente del Río Seco. Por allí pasarían las comparsas y carrozas, También los diferentes pimpines: en fiestas oficiales la presencia de los indios era siempre requerida.
Los refugiados miraban con un asombro alegre cómo se armaba la gran fiesta. Parados en las colas organizadas en los cuatro extremos del campamento: la fila de la comida, la del agua, la de los médicos y la de los baños químicos, descontaban que no les cobrarían entrada al espectáculo. Babel trabajo cruzando los dedos y dedicó el resto del caluroso día a tranquilizar almas. Aunque lo disimulaba bien, no salía de su asombro: familias separadas, sin propiedad ni trabajo y nadie enfurecía. Todo se debía –se dijo- al ejército. Nadie como los militares para organizar a las masas. Al llegar la tarde los indios del pimpín del barrio Gral. Roca llegaron para pedir a los guardias del campamento que permitiesen salir a su reina, la chiquita había salido a bailar la noche de la tormenta. Los indios habían confiado en que ella estaría allí, encerrada junto al resto de los refugiados. Babel se retiró preocupado esa tarde viendo los pálidos rostros de los guardias que no sabían cómo explicar (no manejaban el idioma y no contaban con el tacto necesario) que la reina de los indios no aparecía en los registros, ella nunca había estado allí.
La mañana llego con un sol potente, definitorio. El clima mismo confirmaba la importancia de la fecha: comenzaba el Carnaval, las aguas se calmarían y luego podría aterrizar el Presidente con parte de su gabinete. Babel, camino al campamento, condujo disimuladamente por frente de la Comisaría. Había allí un pequeño grupo de indios. Era la familia de la reina, su madre y hermanos mayores estaban detenidos. Sin embargo pudo averiguar que –quien sabe conque promesas- el pimpín del barrio Roca participaría en la apertura del Corso.
Las radios empezaban a cubrir el episodio, pero rápidamente el tema decayó. Porque quizás se había escapado con algún novio, o se estaría prostituyendo o drogando. En el fondo era responsabilidad de su familia que por algo había sido detenida.
Pasó el caluroso día y llegó la noche clara, llena de estrellas y guirnaldas en la avenida por la que desfilaría el corso. Babel con su cámara fotográfica estaba parado como todos los años frente al palco oficial pero no se atrevía a mirar los pálidos rostros, no quería retratarlos así y no sabía qué hacer. El locutor daba largas al inicio de la fiesta, hablaba de la alegría de la noche, de olvidar todas las penas. Hablaba de todo menos del penetrante olor a cadáver que trasminaba la noche e intoxicaba a todos los presentes. Unas cuadras más abajo, bajo el puente del Río Seco, el cadáver de una joven india se descomponía aceleradamente por el caluroso clima de los últimos días...
Cerca, en el palco, políticos y empresarios se culpaban mutuamente con mudas y expresivas miradas: todos se habían apurado, golosos de los subsidios que hubieran recibido cuando aterrizase el avión presidencial… Ese avión parecía ya solo parte de un bello sueño deshilachado. Las autoridades a punto de ser vencidos por las náuseas trataban de sonreír, de aparentar seguridad.
Babel bajaba los ojos para no ver, apenado. De repente dio un salto, sobresaltado al sentir que lo tironeaban de la manga del traje: un viejito vestido solo con pantalones cortos y ojotas le pedía que buscase al cura, que le hablase  para que le devuelva el arco de su violín. Se lo habían quitado hace tres días para que no molestase con su ruido al campamento.

Marta Becker


Cuentos breves 



¿DONDE ESTARÁ?

Acompaño a mi dueña en todo momento. A la mañana cuando se levanta, a la tarde, cuando estudia, cuando trabaja, cuando recibe amistades, en fin, soy su fiel compañera. También me lleva con ella cuando viaja, somos inseparables.
Muchas veces me atoro, ella me sacude, me limpia y vuelta al ruedo, ahí estoy. Otras veces me quemo, o me muero de frío, depende de la época, pero siempre en actividad.
Ah, las cosas que he escuchado a través del tiempo, las confidencias, las risas, los insultos, las ideas que no se concretan o se llevan adelante con intrepidez. Y me entero de los resultados, no me deja afuera, por supuesto.
También supe recibir sus lágrimas, un gusto salobre que me hacía cosquillas y terminaba por desaparecer.
Ahora me hace partícipe con su nuevo amor, un hombre agradable que a veces me acepta y otras no, porque tiene otros gustos. Igual, mi dueña no me abandona.
Ah, ya llegó y oigo su voz, buscándome.
Desde el cajón de la cocina escucho que se pregunta a viva voz: ya encontré el mate, ¿dónde estará la bombilla?

NOSTALGIA DE AMOR

Nos conocimos bajo circunstancias muy especiales, ¿te acordás? La guerra es un animal que nos atrapa y nos arrastra y no permite que nos preguntemos si queremos estar o no en ella, no hay opciones. Me dijeron –el contacto te espera en tal bar a tal hora en la mesa del fondo al lado de la salida de emergencia-, y allí te encontré. Confieso que el primer impacto fue de rechazo, tu aire de autosuficiencia me molestó, tu manera de mirarme preguntaba en silencio si yo sería capaz de llevar a cabo la misión, como si vos fueras el único con autoridad y valor para hacerlo. Discutimos. Teníamos diferentes puntos de vista y no estabas dispuesto a cambiar tus disposiciones con facilidad. Nuestros encuentros se fueron repitiendo, con el tiempo nuestras relaciones se suavizaron, no sé si porque comprobaste mi capacidad o porque surgió algo que nos permitió vernos desde otro punto. Hasta que un día se te cayeron las murallas y me confesaste tu debilidad, tu amor, tu necesidad por tenerme. Yo también caí, porque reconocí que todos los mis sentimientos encontrados eran uno solo, era el mismo amor. En la urgencia de esos momentos fugaces nos unimos, sin promesas, sólo ese instante. Pasó ya mucho tiempo, la guerra terminó,  terminaron la misión y los encuentros, pero aún hoy, cada lunes que me despierto sin ti, te extraño.

ESOS OJOS

Hoy te vi en el tren que tomo todos los días después del trabajo. Cuánto tiempo pasó, cuántas noches, cuántos dolores y alegrías desde la última vez. Veo tu piel arrugada, los ojos cansados, el pelo canoso, estás cambiado y aún así te reconozco. Los dos estamos con los mismos años encima, pero no estamos juntos. Ese es el punto.
Noto que tus ojos grises miran perdidos a través del vidrio de la ventana, tal vez esperas algo, tal vez esperas a alguien. Pero no a mi, ya no. A mí me dejaste en el pasado y quedé hecha despojos. Pero no es tema tuyo, menos después de tantos años. ¿Nunca pensaste en el daño que me hiciste? Te confieso que tus ojos grises me persiguieron durante mucho tiempo, y cuando casi los tenía olvidados, te veo hoy, justo para avivar nuevamente el recuerdo y el dolor.
Esos ojos quedaron marcados a fuego en mi vida, fueron los que iluminaron en su momento mis tinieblas, me orientaron hacia un mundo desconocido y brillante, me quemaron cuando dejaron de verme.
No me acercaré para contarte todo esto, mi orgullo herido me lo impide, pero sería bueno que giraras la cabeza y me vieras, que tus ojos maldición mía tan sólo me reconocieran y aún en silencio con esa mirada me dijeras que alguna vez me amaste.
 

Isabel Ali


La timba 



La casa del Ñato se erigía sobre la calle Niceto Vega. Un portón de hierro forjado permitía el acceso a un pasillo de unos cuarenta metros de largo, sobre el cual cinco apliques en forma de tortuga dispersaban una paupérrima luz biliosa. A la izquierda, la pared lindaba con la propiedad vecina. A la derecha, había dos departamentos habitados: el primero por el Ñato y sus padres, el segundo por la hermana del Ñato, su marido y sus hijos. Al final del pasillo, una puerta de chapa daba entrada a lo que nosotros llamábamos: el “garito”, apenas una sala amplia con dos ventanas que daban a la galería de un patio minúsculo, una cocina bien equipada y un baño pequeño. A simple vista parecía un “bulín”, pero era algo más sagrado que eso. Durante la semana, se organizaban partidas de siete y medio o de mosca, en las que se apostaba fuerte frente a invitados especiales. Más de una vez, vi sobre la mesa títulos de propiedad y cheques siderales en juego. Pero los domingos, invariablemente, se jugaba al pase inglés entre amigos por pocos pesos. La heladera estaba siempre aprovisionada para estos menesteres, rebosante de aperitivos y vituallas. Los discos giraban sus espirales de milongas y valsecitos a horcajadas del Winco. Unas macetas, llenas de arena húmeda en vinagre, que sostenían varas de helechos artificiales, desempeñaban la función de ceniceros y mitigaban el olor a tabaco que se aglutinaba en el ambiente. Sobre una de las paredes del salón se apoyaba el respaldar de un diván; debajo, residía semioculta una caja de zapatos, forrada en papel de seda negro, a la que todos llamaban “camouflage” (y que en esa oportunidad, después de mucho tiempo de ignorancia al respecto, pude averiguar qué contenía).
Nos turnábamos para jugar, servir el cinzano y ejercer vigilancia sobre la penumbra temeraria del pasillo. Esa noche, el centinela en el techo era Cafrune.
Los dados castañeteaban sobre el paño color verde esmeralda. De repente, la voz de Cafrune llegó sólida desde lo alto.
—¡Cana con casco!-- y bajó de un salto, para mezclarse entre nosotros.
—“Camouflage”— ordenó Battaglia en un murmullo.
Juani se llevó algo a la boca. La guita desapareció, repartiéndose en los bolsillos. El Tano y Barajita dieron vuelta el mantel Plavinil, dejando a la vista un plastificado a cuadros sobre el que deposité un plato lleno de maníes y aceitunas. Battaglia vacío la caja sobre la mesa: cayeron, de una vez, seis mil piezas de rompecabezas. El Ñato agarró un puñado y comenzó a ensamblar. Me pregunté a quién convencería Listorti con sus anteojos negros, el bastón blanco sobre su regazo y las manos llenas de trocitos de un paisaje alpino. Golpearon la puerta.
—Está abierta— gritó el Tano.
Vimos entrar al Pelado Santoro, que sonriendo interrogó:
—¿No hay timba hoy? ¡Qué “caripelas”! ¿Se murió alguno?
Las miradas feroces se clavaron como dardos en el entrecejo de Cafrune.
—¡Bueno, che! A cualquiera le pudo pasar... Por la sombra parecía un casco...-- excusó— No es para tanto, fue un susto nomás... Sigan timbeando y listo...
Y de inmediato echó a correr en huída por el pasillo hacia la calle; porque tras él corría el Gordo Juani blandiendo en el aire una botella vacía y vociferando iracundo a los cuatro vientos:
- ¿Con qué querés que juguemos, gil, si me morfé los dados?.
 

Juana Schuster


 El hombre
 


El hombre demandó su bienestar.
Se lo negaron.
El hombre demandó la salvación.
Se la negaron.
El hombre demandó protección.
Se la negaron.
El hombre demandó alegría de vivir.
Se la negaron.
El hombre demandó dicha para los suyos.
Se la negaron.
El hombre demandó piedad.
Se la negaron.
El hombre demandó armonía.
Se la negaron.
Entonces, el hombre se puso en cuatro patas, le crecieron pelos en todo el cuerpo y adquirió mirada de lobo.
Aulló. Saludó al plenilunio.
Y la manada lo aceptó, sin pedirle explicaciones.
 

Lilian Elphick


Círculo del fuego 


La inocente fue al correo a dejarle al hombre una carta que escribió en la madrugada y ahora, transpirada y hambrienta, se encuentra con la suya, virtual, que también habla de la tradición certificada. Pero ella volvió a su antiguo rito de estampillas y balanza: la carta pesó 43 gramos. No se atrevió a besarla delante de la funcionaria que tenía un genio de insecto encadenado. Nuevamente preguntó cuánto demoraba en llegar, y el insecto, antes de graznar un "siguiente", dijo casi en un susurro categórico: "doce días". "Ah...", dijo la inocente, y salió del edificio de correos y el sol la obligó a ponerse unas gafas oscuras. Mientras se dirigía a comprar cigarrillos, la puta meditó en la carta que había escrito, tan impulsiva y con una rúbrica digna, por supuesto, de una putain. Recordó que después de la escritura, miró su mano, apagó la luz y luego quiso la luz de nuevo, sólo para mirar su propia mano, sucia de tinta (el lápiz reventó y ella alcanzó a salvar la carta), que fue despacio acariciando muslos y caderas y pezones, mientras afuera la loba aullaba con desesperación, hasta que la inocente se tuvo que levantar para ir a hacerle un cariño detrás de las orejas, como a ella (y a ella) le gusta. Lamió la mano, agradecida. Y los dedos de los pies. La inocente, que además es muy limpia, fue a lavarse y dejó que el jabón y el agua hicieran su trabajo. Se acostó. Hacía calor; la puta echó las mantas hacia atrás de una patada, queriendo incendiar todos esos papeles en blanco que no alcanzó a manchar con su propia baba y la sangre que se estrellaba en la comisura de sus labios. La inocente extendió sus ojos hasta no tener más horizonte que el de la puta, que quería el sol como se quiere al verdadero asesino. La inocente le dio la mano, se la apretó y no pudo evitar que las lágrimas regresaran por donde habían venido. Las dos se fueron apagando y la llama de los sueños osciló débil, un poco triste.    Y de pronto, apareció el hombre. Pero ya nada tenía sentido: él pertenecía a otro clan, con un código lingüístico ininteligible. -¿Se fue?   
 -No, todavía nos mira.   
 -Hazle espacio, la cama es tan grande.   
 -Pero que nadie hable. -Ya la oíste. 
 -¿Puedo estar al medio?

Gonzalo Salesky


Rosas rojas 



En  la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz –que por su ropa parecía ser el taxista- le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Entramos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.
Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.
Unos minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
 Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que aceptara.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.
 

Marta Comelli


Guiso de Abuela 



Manuel, cinco años, aún no despertó totalmente cuando los rayos de sol alumbran sus cabellitos dorados, como las capas de las cebollas.
Sentado sobre copos blancos de algodones, cosechados ayer, se acuna como sobre nubes, o espumas y feliz tararea una cancioneta mientras dialoga, tímidamente y con la dulzura de un pequeño niño, con el muñeco-espantapájaros custodio de la granja colindante  a la casa de sus abuelos.
Pepe le sonríe con una mueca sabia, de quien conoce su trabajo y el espíritu fantasioso del niño. Ambos se balancean con el viento, que apenas sopla.
Manuel rompe el silencio:
-Pepe, ¿imaginás una lluvia de calabazas?, todas destrozadas sobre el piso rojo de esta tierra fértil, las semillas, reventando como escamas sobre nuestras cabezas, los sonidos hirviendo en los oídos, crash, pum, pam ?
-Manuel, lo tuyo es genial, pura fantasía de niño. Yo preferiría una de ciruelas. Sus cuerpos rojos estrellados contra el rojo suelo, fundiéndose hasta formar una profunda herida en tierra, con jugos profundos que la abonen y más, más rojo, deslumbrando las miradas, enrojeciendo el horizonte, los sembradíos, el color de la tarde quieta, tibia de Oberá .
-Pero Pepe, ¿ por qué no una guerra de tomates o pimientos de todos los colores, yendo del rojo al verde, del verde al amarillo y  sus sabores sazonando el suelo, la gran tinaja de cerámica roja y  nosotros, que en ese momento somos carne y trapo, vida y muerte, en la olla grande de mi abuela?