martes, 29 de julio de 2014

Carlos Margiotta



Sueños de invierno Carlos Margiotta

Era un hombre crédulo, tan crédulo que a veces parecía ingenuo. Desde temprano descubrió su vocación por el dibujo, copiando en un papel los objetos que lo rodeaban y agregando a ellos su frondosa imaginación. En eso estaba cuando en el patio de glicinas le preguntó a su madre cómo se hacían los niños, y ante la rápida respuesta dibujó a la torre Eiffel junto a una cigüeña con un bebé colgando de su pico. Después, en un parto apresurado nació su hermana y dejó de creer en su madre. Entonces acudió a la iglesia y se hizo devoto de la Virgen María dibujando angelitos, aureolas, y algunos diablitos representando a las tentaciones y fue monaguillo hasta el día en que el cura lo quiso manosear en la sacristía. Después creyó en la maestra que le enseñaba las bondades de vivir en el granero del mundo y dibujó campos verdes, soles plenos, vacas pastando y barcos repletos de trigo haciéndose a la mar, hasta que llegó la crisis y comprendió que su país se parecía a más a  una colonia. Cuando conoció su primera novia creyó que era un hombre afortunado porque amaba se sentía amado hasta que un día ésta lo dejo por su mejor amigo. Y allí anda el soñador trabajando para una ONG que lucha contras barras bravas del fútbol argentino.
El hombre, después de muchos fracasos, había comprado un pequeño departamento. Después de ponerlo en condiciones para hacerlo habitable se puso a decorarlo. Notó que sobre una pared quedaría bien colgar dos lindos cuadros y se puso a buscar reproducciones de grandes pintores en los negocios del ramo. Son caros, demasiados caros para una copia impresa en papel ilustración, pensó. De regreso y desilusionado por el intento descubrió que enfrente de su casa que un concesionario de automóviles desechaba enormes cajas de cartón vacías que habían contenido repuestos de la misma marca. Entonces se le ocurrió usarlas como lienzo y ponerse a pintar. Junto varias cajas, las desarmó y compró en una librería artística pinceles y varios colores de acrílico.  Ahora sus obras se exhiben en varios museos del mundo, al pintor argentino lo apodan “El cartonero”.
Me desperté antes que terminara el sueño, mi cara reflejada en el espejo colgado al pie de la cama hablaba de una enorme sorpresa. Yo estaba corriendo en el medio de un campo donde caían bombas y morían soldados. Busque un refugio debajo de unos árboles y me encontré a mi abuelo que había combatido en la guerra del 14 con el uniforme del ejercito italiano. ¿Qué haces acá? Me dijo en perfecto castellano, No sé, creo que estoy soñando, le dije. Vete a la cama, que esta es mi guerra, tu tendrás la tuya, contestó. Y ahora estoy tratando de interpretar lo sucedido… no sé si voy a ser otra vez abuelo o que me estoy poniendo viejo.
Volvió de la consulta pensando en lo que le había dicho la astróloga: “Revisa todo y descarta lo que ya no sirve en tu vida: gente, lugares, ideas y cosas. Algo terminó, déjalo ir. Muchas cosas cumplirán con su ciclo de vida durante este año. Es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella, más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos”. Pensó que al fin le llegaría el nombramiento que tanto esperaba, que podría cumplir sus sueños de mudarse al Nordelta, y casarse con Ernestina la hija del dueño de la empresa donde trabajaba.  A la mañana siguiente cuando llegó al trabajo se encontró con un patrullero y varios policías en la puerta. La financiera había sido clausurada por reiteradas defraudaciones.
Se detuvo frente a la vidriera de una veterinaria y se quedó observando como una joven y bella mujer bañaba en una pileta a un perro de pelo negro. El jabón corría por su piel debajo de la mano femenina como una caricia. Se imaginó en ese lugar y envidió al animal que se retorcía sensualmente dejándose hacer, entregándose del tacto, disfrutando del agua que brotaba del duchador como un beso mojado. Podía escuchar el gemido de placer del perro a través del vidrio y de pronto la mirada de la mujer lo atravesó con sus grandes ojos. Entonces se despertó junto a la mujer que amaba mientras ella, desnuda, lo acariciaba suavemente entre las piernas.

FANNY TRAINER



                   POEMAS FANNY TRAINER


LOS BARES DE ROSARIO
en domingos de mañana
esperan la soledad
compartida de dos
entre La Capital
y el café en jarra
entre el sol y las persianas
entre el truco
y el guiño plegado
de papeles
de noticias
empastados
empantanados.
I
El niño que vende
figuritas y no rosas
que mira tras del vidrio
que se va que no vuelve
que no besa que no toca
que fue sueño soñado
de repente
y se rompe
y se queda
parado en sus pestañas
que camina junto al perro
de tres patas
desde siempre.
II
Cuando hablamos de género
pensamos en el vestido de novia
y en el andar sin zapatitos rotos:
cuando hablamos de poder
visualizamos a los hombres
sus marchas con botas
con bolas, con bombas.
 
  AMOROTIEMPO
Quiero quedarme desnuda
con los trigos y con el sol.
En el medio, tus ojos claros,
tus venas y yo.
Es posible el mediodía
con tus brazos en mi espalda.
También, quizás...,
de nuevo
la tierra brame
frente al beso
de labios anchos, muy anchos,
y dientes prendidos
entre tanto y tanto.
Amor:
no había motivo entonces
para ocultar los cuerpos
envueltos en luz y luna
(hoy perdura el barro
que cubre todo
“lo que vendría”).
Quiero quedarme desnuda
en el trigal a la tarde
envuelta en tierra y cielo,
emergiendo luego esbelta
de tu espuma y de tu grito
con mis brazos rectos
extendidos hacia arriba.
Todo es tangible cada día
cuando el sol y el trigo se unen;
escucho tu deseo
y presiento el mío.

.
 


Araceli Otamendi



Lucía y la adivina  Araceli Otamendi

Acompaño a Lucía a la casa de una adivina. Lucía es una mujer relativamente joven, estará cerca de los cuarenta, no los aparenta salvo por el gesto demasiado serio que permanece invariablemente en su cara, casi nunca se ríe.
En realidad la adivina es una mujer que tira las cartas. Proliferan en Buenos Aires. Nunca había ido a un lugar así. No sé por qué Lucía me eligió a mí para que la acompañe, no creo en ese tipo de cosas, tal vez se sienta más segura si va con alguien.
El problema de Lucía es que el marido, más joven que ella, buen mozo y simpático es un hombre con suerte. Le va bien en su profesión y Lucía está siempre expectante. Teme que se lo roben. Teme que le hagan algún maleficio, que alguien con poderes mágicos y no tan mágicos lo aleje de ella.
La casa de la adivina queda en un barrio de Buenos Aires, algo alejado, es un departamento antiguo, modesto. Cuando entramos hay una cantidad increíble de mujeres esperando turno. Casi todas están bien vestidas, con aspecto de profesionales, bien peinadas, bien maquilladas.
Se escuchan algunas conversaciones. Hay una mujer vieja que recibe a las visitantes. Es una mujer gorda, tiene aspecto de cansada, de gastada, de haber perdido hasta sus más recónditos sueños.
Lucía, como siempre, está expectante por lo que le depara el porvenir, por saber si su marido la engañará, si alguna mala mujer se lo quitará de su lado. Teme que él la deje y ella se quede en la calle.
La mujer que se ocupa de recibir a las clientas de la adivina es una eximia profesional, podría ser la secretaria de un médico o de un dentista si no tuviera ese aspecto tan desaliñado. Se defiende hablando.
Las horas van pasando, en la antesala del consultorio de la adivina habrá unas quince mujeres con aspecto de preocupadas, temerosas del destino, confiadas en las artes mágicas.
Me dedico a observar a esas mujeres, a escuchar algunas conversaciones mientras Lucía se retuerce en el asiento con sus miedos, sus ansiedades, su inseguridad.
La secretaria de la adivina adquiere con el correr del tiempo un tono seguro, escucha y también da consejos. Pienso si no será como en algunos programas cómicos y films que he visto en mi infancia: siempre hay alguien que se entera primero de los secretos para después confiárselos al adivino. Es posible, ¿por qué no?
—¿Y vos, por qué venís? -Se intriga la secretaria.
—Acompaño a mi amiga.
—Mirá que la Adelaida es buena, la consultan médicas, abogadas, contadoras…
—¡Qué bien! —digo, y pienso, no alcanza con ser profesional, con haber estudiado para tener certezas, la magia también es posible. Pero no lo digo.
—¡Que pase el que sigue! —dice la voz de una mujer desde adentro de una habitación.
Ha llegado el turno de Lucía. Ahora tengo tiempo de escuchar con más atención las conversaciones. Han quedado cuatro o cinco mujeres, nada más. La conversación se anima con la secretaria.
—¿Y saben por qué vienen principalmente aquí? —dice la secretaria.
—No —digo.
—Por problemas familiares. Casi todas tienen problemas familiares, con el marido, los hijos, el amante, el novio. Las que son casadas casi todas tienen problemas. Hay muchas que se quieren divorciar y tienen problemas con los hijos porque se divorcian entonces los chicos andan de aquí para allá como paquetes. Y los problemas son porque no hay amor, porque si hubiera amor no habría problemas. Ahora yo digo una cosa, si hubiera amor no harían eso con los hijos. Y si tuvieron hijos ¡banquenselá!
Casi todas asentimos, es una lección de sentido común. La maestra ha dado la lección, ¿para qué consultar a la adivina? Mientras espero a que Lucía salga de la consulta, observo como la secretaria sonríe satisfecha.

María del Rosario Gómez

Carta de amor María del Rosario Gómez


Mi querido:

Aquí es una mañana como otras, como tantas sin tu presencia, que agota nuestra distancia hasta volverla lágrimas. Me pregunto ¿Cómo puedo? Y me responde el silencio y una nueva fantasía…
 Puedo quizás porque nuestro amor es fantasía. Y también es silencio. Pero fundamentalmente es bandera, un lienzo que la Patria pintó y que nos cubre en la distancia de los cuerpos, hasta hacernos sentir que estamos juntos pese a todo, porque pensamos igual.
 ¡Mi amor! Mi pobre amor… Condenado también a imaginarme, a soñarme como entonces… ¡Como hace tanto! A sentirme siempre “ahora” aunque la tibieza de mi mano no te abarque, ni recorran tu cuerpo mis dedos, ni florezcan los pensamientos nuevos cuando la sangre corre apresurada. Aunque no sientas mis besos…
 ¡Mi amor! Mi único amor… En la mañana gris de mis esperas, todo me dice que voy a encontrarte muy pronto. Que día a día se revierten las causas de tu lejanía. Que la libertad está pisándonos los talones, aunque agazapada para no perderse en el intento. Pero aún así estás lejos… Y mi piel te extraña con dulces humedades que siembran el camino de tu regreso, ante la sola mención de tu nombre…
 Es el Día de la patria. ¡Cómo nos cuesta amor!
 ¡Cómo me duele! No debería causarme molestias el conocer que eres uno más de los que luchan por devolvernos la paz a los tantos y tantos que pensamos en nacer de nuevo, en el mundo entero. Pero me duele la distancia… Pienso, y te imagino. Y la sed que contiene mi angustia cotidiana, responde por nosotros y me ahoga. Ya no sé, mi querido, si seré capaz de aquí en más… Si podré.
 Mis noches agonizan entre los silencios de esta distancia, y se agiganta mi sed de ti. Te extraño amado mío. Por momentos siento que vuelo a tus brazos y que el calor de tu cuerpo compensa todas mis penas, mas luego debo convencerme de que otra vez fue mi fantasía, y nuevamente siento sed de ti… Entonces le pregunto a la noche si la paz vale tanto, como para que nos extrañemos así…
 Hoy el correo no vino. Ya tus cartas no son palomas mensajeras que diluyen mi espera entre ilusiones. Quizás tampoco pudiste. Y me siento morir…
 Tampoco hoy tuve cartas. Pero estás conmigo, y yo ahogo mis pequeñas muertes en tus brazos…

                                                                                                                                    Anahí




Fernanda López



Un perfume, un recuerdo, un no te olvido
                                                      Fernanda López


Es tu perfume en cuerpos deambulantes y desconocidos que te traen de vuelta a mi memoria (¿acaso te habías ido o es que estabas escondido en un rincón esperando el momento del retorno?). Entonces, ahora, tu olor, tu sonrisa, tu poder para leerme, tus manos en mi cintura, nuestros besos, nuestros abrazos, tu recuerdo que no se borra, tu ausencia cada vez más presente. ¿Dónde estarás? ¿Qué pretexto te hará pensar en mí? ¿Extrañarás algo de lo que fuimos en aquellos días? ¿Te consolará esto que somos?

Es el humo de cualquier cigarrillo que te nombra sin mi permiso. Entonces es rememorarte en cada lugar que hicimos nuestro, mortificarme por lo que no llegamos a ser, tener guardadas palabras para entregarte cuando volvamos a vernos (¿acaso está en nuestros planes volver a vernos?), convertirte en este aire suspirado que delata la falta que le hacés a mi rutina. ¿Qué

estarás haciendo? ¿En qué momento del día te desconcentrará mi recuerdo? ¿Te arrepentirás, como yo, por haberte dejado ir así? ¿Ya estarás maldiciendo esta distancia que nos priva de la posibilidad de enredar nuestros cuerpos?

Es la extraña sensación de extrañarte que me sorprende sin previo aviso. Entonces son los asuntos pendientes, los besos que quedaron sin ser dados, el haberte declarado culpable sin pruebas en tu contra, el miedo a lo desconocido (¿o acaso el miedo a conocerte y que también me defraudes?), la facilidad con la que brotaron ciertas palabras, la complicidad que aceleraba las agujas del reloj cuando estábamos juntos, la certeza de estar en el lugar deseado. ¿Cuánto soportaremos separados? ¿En qué espacio-tiempo volveremos a encontrarnos? ¿Qué formas misteriosas tomará la ausencia? ¿Seremos presente de espera, futuro (in)cierto o mero paréntesis en el calendario?

Irma Verolín

La escalera del patio gris Irma Verolín

Vivíamos todos en una casi tenía un patio tan grande, tan pero tan grande que casi podría decirse que vivíamos en aquel patio. Era un patio de paredes altas y pisos grises con incrustaciones blancas y negras, bordeado de macetas despintadas por la lluvia y la mala voluntad. Nuestro pequeño mundo se extendía entre la puerta cancel y la cocina, entre el baño minúsculo y la escalera de pórtland. No éramos felices. Y la verdad es que eso no tenía demasiada importancia. Para nosotros la felicidad era un agregado que podía estar o no estar en la vida de la gente, no su esencia o su columna vertebral, ese esqueleto hecho de espuma y cenizas. Sin embargo, nuestra infelicidad no obstaculizaba el ir y venir de las ocupaciones, el ritmo de nuestra respiración ni el horario de las comidas. Por otra parte hablábamos lo justo y necesario. El sol se trasladaba por el cielo con esa pulcritud que sumaba una gota de confianza a la costumbre de dejarse llevar por lo que acontece, por la historia anterior de abuelos, bisabuelos y vecinos. Así que yo veía al sol trasladarse, lento, llameante, y ni siquiera podía imaginarme que en realidad era nuestro patio con sus paredes altas y sus grises baldosas el que se movía haciendo que, de pronto, el copete del sol absorbiera las sombras para dejarnos toda una noche a oscuras.
Yo tenía catorce años. Creo que siempre he tenido catorce años. Y ellos eran viejos, desde siempre también y no existía en el mundo nadie más que ellos para mí. Además del gato de cola finita que mostraba un hastío especial hacia todo, al extremo de que parecía andar diciendo con su silencio que la vida le importaba un bledo. Yo amaba a aquel gato. Al gato y a la escalera de pórtland. Y soñaba con viajar por la escalera, peldaño a peldaño para llegar hasta el haz de luz rectangular que quedaba allá, en el fondo, un rectángulo perfecto que me comía los ojos.
El patio, solamente el patio nos pertenecía, era nuestro sitio en un mundo que estaba lejos, lejísimos. Es muy probable que eso fuera lo que nos mantenía unidos, vaya a saber para qué. Lo cierto es que respirando el aire del patio yo imaginaba que al subir la escalera empezaba otro lugar que no era el mundo, que no era el patio. De modo que subir aquella escalera significaba emprender un viaje muy largo, para el que quizá yo no estuviese preparada.
Mi abuela decía que los viajes eran peligrosos, al tiempo que masticaba la papilla con zapallo haciendo muecas de asco y, por supuesto, sacando a relucir ampulosamente antiguos recuerdos: el tranvía, sus mareos, el peligro de matar un perro vagabundo, esas cosas terribles que, según ella, solían suceder durante los viajes. Mi abuela había viajado mucho en tranvía y se enorgullecía de ello. Mi abuelo, en cambio, prefería no hablar del tema, que se había convertido en algo parecido a un tabú; el simple hecho de mencionarlo le ponía la carne de gallina. Mi tía aseguraba haber viajado hasta el hartazgo; con esas exactas palabras lo decía y, según mi modesto entendimiento, el hartazgo había acabado con su paciencia y casi con su persona enteramente. Cuando se refería al asunto adoptaba un gesto temerario, ponía los ojos en blanco y revoleaba por el aire el tenedor hasta hacerlo girar infinitas veces, como si imitase el girar de la tierra sobre su propio eje, alrededor del sol y acaso expandiéndose con el Universo hacia la nada oscura donde inagotablemente el Universo se expande.
Mi hermana gemela no decía ni mu, Ninguna cosa podía decir porque ella, igual que yo, conocía únicamente aquel patio de altas paredes y macetas descoloridas. Sin embargo mi hermana no tenía ningún plan, ningún deseo secreto como yo. Ella no miraba la escalera de pórtland. Ella no miraba absolutamente nada, ella simplemente se dejaba estar. Y así pasaban los días por el patio mientras mi escalera iba siempre hacia arriba desplegando sus igualdades y sus ocultas perfecciones. Que la escalera resbalara sin contradicción hacia lo alto para culminar en un rectángulo de luz, a mí me estremecía de la cabeza a los pies y me llenaba de ilusión. Pero era un secreto, porque, como ya dije, tenía catorce años y a esa edad se tienen secretos o un novio. Yo tenía secretos. Entre ellos, el mejor era el de viajar por esa escalera, salir del patio para no volverlo a ver nunca, para hacerlo desaparecer y con él a la familia en pleno. Imaginaba que del otro lado de la placa rectangular de luz existía lo inconcebible. Naturalmente, por tratarse de un secreto, no lo comenté con nadie, sólo dejé escapar la palabra “viaje”, así, muy al pasar, con bastante desgano. Enseguida sentí que la palabra al ser dicha en voz alta era capaz de desenganchar estructuras en el aire hasta desatar mis piernas obligándolas a trepar por los escalones,  vertiginosamente, vertiginosamente.
-¿Qué manía te ha agarrado a vos que estás hablando sin parar de lo mismo?- dijo mi abuela cuando juntaba la papilla amarillenta con el tenedor.
Fue durante la cena y, desde ya, se dirigía a mí. Su tono de voz y sus ojos saltones me acusaron. Mientras miraba el plato blanco, liso y blanco que recortaba el mantel a cuadros, yo había estado hablando de Simbad, el marino, y de Gulliver. A mi abuela no le había gustado nada. En su opinión nuestro patio con las paredes altas y el cielo chato y deslucido sobre nuestras cabezas era irreprochable. Y otra vez se acordó del tranvía: un ciempiés gigante engullendo el cuerpo gordo de mi abuela. Un rato después el brazo de mi abuelo, doblado y sosteniendo el tenedor con la papilla, me causó mucha gracia.
Ante la menor alusión a un viaje mi tía suspiraba hondo, con fastidio, sin dejar de mirar para otro lado. Por su parte el abuelo hacía crecer su desinterés como a una planta medicinal con espinas y flores. Así que no me quedó otro remedio que omitir la mención más insignificante a viajes o cosa parecida. Mientras tanto la escalera nacía ancha para mí y se enangostaba apenas al llegar a esa culminación de luz rectangular, donde mis ojos se aflojaban y entraban en el sueño. Del otro lado de la puerta cancel proliferaban ruidos de calle y una luz diferente. No recordaba haberla traspasado; en mi memoria existía el patio, nada más, con la tía y la abuela y el abuelo yendo y viniendo bajo la lluvia o en la sequía de la siesta. Y, por supuesto, mi hermana y el gato.
Con el correr del tiempo me crecieron la pollera y la melena y nadie preguntaba por mí del otro lado de la puerta cancel y nada era diferente a lo del día anterior y, sin embargo, algo me hacía sentir que todo era traicionado, aunque se repitiera hasta el cansancio lo que se repetía una y otra vez, porque la vida necesita calcarse a sí misma, poner espejos delante para seguir avanzando. Lo único que no variaba y daba la impresión de mantenerse en un estado de fidelidad era la escalera de pórtland, parca, interminable, lista para que mis ojos quedaran fijos en ella. Altos mis ojos hacían el viaje que mis piernas se negaban a emprender. Por lo visto mis piernas estaban hechas para caminar por el patio, tapar cada tanto la delgadísima línea que unía las baldosas y el salpicado en negros y blancos que interrumpía el gris y, a veces, la sombra de mis pies que crecía como una melena hacia atrás o hacia delante y que mis pies, mis propios pies, pisaban y pisaban hasta que los vestigios del sol se borroneaban en el cielo del patio.
Cansada de hablar a regañadientes en los horarios de las comidas sobre los grandes viajes, una tarde tuve el coraje de arrimarme al borde del último escalón de la escalera. Y temblé. Me dio la impresión de que aquel filo grisáceo era el océano que separaba dos continentes. Y ahí, en el borde, la luz rectangular me encegueció. Un aluvión opaco surgió desde mi estómago y me envolvió la cabeza. Caí hacia atrás. Fue un duro golpe aceptar el fracaso, el viaje no había comenzado y yo había sido tragada una vez más por el vacío del patio.
Si pensaba que viajar era ir de lo conocido a lo desconocido, subir esa escalera podía ser el viaje más importante de todos. Al parecer se trataba tan sólo de una idea mía, ya que en casa nadie mostraba el menor interés por esa suma de escalones a los que tía consideraba ásperos, pura rusticidad, y a la que el resto de la gente de la casa mataba con su indiferencia. Menos mal que, en una suerte de acto solidario, el gato utilizaba la escalera para limarse las uñas. Bueno, a la escalera no, sino a su baranda construida con vaya a saber qué clase de árboles añosos que casi no se dejaban tocar. De cualquier forma el gato insistía, subía al primer escalón y se estiraba y se estiraba mostrando las uñas. Salvo mis ojos y las uñas del gato nadie había incluido a la escalera en su vida particular, como si aquella escalera no existiese y en el patio no desembocara nada, como si el patio no tuviera esa gran cola de reina, gris, áspera y presuntuosa.
Alguna vez, entre los silbidos apagados de la siesta, al subir por aquella escalera, las polleras de mi madre se arremolinaron sobre sus piernas blancas. Pero ahora mi madre estaba en un lugar que no era el mundo ni era el patio. Y no se había vuelto a hablar de ella. Ninguno la recordaba ni mi hermana que, dos por tres y sin el menor disimulo, se dedicaba a espiarme. Yo entonces desviaba la vista o simulaba jugar con el gato. No pasaba un segundo antes de que mi abuela me retara diciendo que dejara de alborotar el aire. Al rato estábamos todos tan quietos, tan horriblemente quietos, que la vida pasaba por el patio deslizándose sobre patines. Y pasaba. Era una ráfaga, cuando nos descuidábamos, ya se había ido.
En muchas ocasiones me sorprendí mirando la escalera como a algo definitivamente perdido, como si fuese un mar, un espacio infinito, no un rincón del patio donde la luz se comportaba con excelencia. Por desgracia, al darme cuenta de esto, la escalera se me volvía inaccesible, dejaba de ser aquel puente entre el escenario de baldosas grises y el rectángulo de luz. Era entonces cuando creía renunciar al sencillo taconeo de escalón sobre escalón. E inmediatamente la escalera se transformaba en una montaña empinada o, a lo mejor, en una cartulina, una superficie chata, sin profundidad, imposible de ser transitada. De modo que no tuve más escapatoria que girar sobre mis talones para darle la espalda. Podía pasarme toda la tarde dándole la espalda a la escalera, sin embargo, giraba la cabeza, me parecía verla por primera vez y, de repente, la descubría de nuevo: era un mar, era un puente larguísimo, una montaña en extremo elevada, un terreno ingrato que prometía viajes irrealizables, una travesía de sueños. Por eso evité darle la espalda. Quizá porque la atracción que sentía por la escalera más el correr del tiempo o de la vida en el patio me hicieron descuidar el resto de las cosas y de la gente, poco y nada puedo decir de mis abuelos, de mi hermana, de mi tía y hasta del gato. O tal vez porque la imagen de la escalera empezó a crecer dentro de mí día a día, igual que los malvones en las macetas despintadas, lo cierto es que en mi recuerdo la escalera se agigantaba y se agigantaba como si estuviese viva. Solamente los rasguños del gato en la baranda me arrancaban de la memoria esa sensación de descomunal crecimiento.
Varias noches soñé con el acto audaz y arriesgado de subirme a ella. Aunque los sueños podían comenzar de las maneras más estrafalarias, en su mayoría terminaban de la misma forma. Yo subía la escalera en monopatín o corriendo, casi flotando en el aire o montada en una escoba, despacio o apuradísima, la cuestión es que lo que sucedía después no cambiaba jamás: me precipitaba con violencia hacia abajo, caía en un abismo o desde la azotea de una torre de departamentos, caía, caía sin cesar y el patio me tragaba. No eran sueños sino pesadillas, no eran viajes sino accidentes. Desmelenada, cubierta de moretones y con los huesos rotos, amanecía en mi sueño justo en el centro de un patio con baldosas grises, el mismo patio blanco por el sol del mediodía en el que desembocaba mi escalera de verdad, la que no era subida ni bajada, la que yo sólo miraba a la distancia en el centro del gran patio de paredes muy altas, la que trazaba para mi un camino sin viaje.
Después vino un tiempo en el que no sucedió realmente nada, mucho menos de lo que hasta entonces casi no había sucedido y, en medio de este son suceder, ocurrió que el gato con sus uñas ya afiladas continuó estirándose y estirándose por la escalera y yo, que seguía teniendo como siempre catorce años, vi el cuerpecito del gato atraído por el rectángulo de luz o por lo que fuera, ir hacia arriba, subir largo y tendido uno a uno los escalones de pórtland. “Ya está”, pensé y al decirlo me pareció mentira. Allí adelante, el gato continuaba estirándose. Yo también estiré la mano, el brazo y sin querer se me fueron los pies. Mis pies veloces me arrastraron hacia arriba, por la escalera tras el gato. Casi sin que me diera cuenta subíamos el gato y yo con un lejano aire de hipnotizados. Giré la vista hacia atrás y el patio empequeñecido fue una suma de cuadrados grises que, ante mi estupor, también podían ser mirados desde un lugar diferente. Allí estaba yo, casi pisando las patas del gato, casi atravesando el aire luminoso con forma de rectángulo. Di unos pocos pasos más, con sorpresa comprendí que me esperaba otro patio, muy grande, igual al de abajo, con las paredes altas y las baldosas grises y las macetas sin colores. Por arriba nada: la oscuridad, el borde del Universo. Sí, era un patio igual al de abajo, pero en el que no desembocaba ninguna escalera, en el que no había nada para mirar. Un patio sin gente, calcado de otro, la sombra, el fantasma de un patio real. Ya no sé cuántas vueltas di rozando las paredes filosas ni cuántos ángulos me obligaron a girar para seguir dando vueltas. La noche se veía grande, muy grande, sin luna, sólo noche: un espacio hueco donde podía proliferar mundos y estrellas, un sitio por el que los patios del mundo dejarían crecer sus tentáculos, sus filamentos, sus rústicas líneas. Pensé que el patio de abajo tenía raíces que se incrustaban en la tierra negra buscando algún centro y que este patio alto estaría cubierto, hasta el fin de los finales, por la noche oscura y que cada uno de estos dos patios era la cara de una moneda que la escalera de pórtland unía con cierta delicadeza, de ese modo frágil en el que dos cosas demasiados semejantes se unen. De pronto sentí miedo de que mi escalera pudiera volverse invisible entre semejante desparramo de negruras. Entonces bajé los párpados, aflojé las piernas y me figuré una luna llena, plateada, densa, a la que nadie, ni siquiera el gato, se pudiera trepar.

Analía Temin

Estallido nocturno Analía Temin

Pernoctaba la urbe en su orden, es decir, dormía como en una suerte gris de calma encapotada. Madrugada ciudadana de esta Buenos Aires que despertó exaltada entre relámpagos luminosos, añiles, seguidos del retumbo de sus truenos y el estallido de todos sus silencios.
Un quiebre de la calma, del silencio, del descanso. Una vigilia abrupta, obligada, inesperada.
Inminente, se desploma sobre la ciudad un manto de aguas heladas, torrenciales, que arrastran todo lo que pueden de las superficies y penetran los surcos, todos. La  sonoridad, repetida en su caída, inspira a mis sentidos el vaciar de metales fundidos, y agoniza, gris, sudorosa, lunática sin luna, frenética, a la par de esta noche casi extinta.
Pienso en los sin refugio, en los que están en las calles, en la intemperie cruel y peligrosa de esta noche sin clemencia, bajo el desalmado llanto porteño que no cesa, y en sus lágrimas disimuladas, confundiéndose con la lluvia. Me desvelo y en un quiebre del alma maldigo el otoño con su llanto y, sin embargo, es mi estación adorada.
Ciudad llorona, noctámbula, extraña el sol y el crujir de sus entrañas bajo el paso anónimo de todos, sobre la alfombra de hojarasca seca, cubriendo sus veredas. Extraña el calor y el bullicio insoportable,  cotidiano, ciudadano, esperando sigilosa que llegue la mañana, el mañana.
Pienso en los amantes, sorprendidos, en medio de sus orgasmos, por el estallido de otro frente, no el de sus batallas amatorias, sino el de la tempestuosa tormenta otoñal. Un rayo estrepitoso cuela su fulgor celeste, asesino, entre las hendijas de una persiana, los alcanza cayendo de pleno sobre sus cuerpos enredados sobre la cama. Empapados con todos sus humores eyaculatorios, convulsionan apretados sus últimos espasmos, se fusionan, fundidas sus pieles y sus huesos, se calcinan directo hacia la eternidad de su amor sin retorno.
Continúa el desvelo y  un forcejear de pensamientos, ilusiones y realidades. La mente, activa, ambigua,  cavernosa, incita, acelerada, ideas de todo tipo, no se calma, lo mismo que el temporal exterior, que no cesa y sigue derrumbando sus aguas sobre la ciudad.
Pienso en los niños, asustados, temerosos, buscando refugio entre los brazos cálidos de sus madres, en los cuales sus pesadillas encontraran consuelo, donde su onírico descanso se encausará, entre caricias tibias, como de leche, y canciones de cuna murmuradas con amor. Y pienso en otros niños…sin madre.
Pretendo evadirme de tantos pensamientos pero, el sueño no me alcanza, la noche no se presta, no me deja, no me da tregua, mientras una sospecha de amanecer desteñido me alcanza tras las horas sucesivas del descanso olvidado, tras el estallido nocturno. Me rindo, me resigno a esta suerte de intimidad enajenada, arrebatada, ahogada en suspiros y humedades. Es un asombro que la mañana se declare, tras este momento en el que la noche parecía eterna.


Norton Contreras Robledo

Una historia de amor Norton Contreras Robledo

La conoció un día Sábado, cuando la primavera se asomaba con la timidez de los primeros días. Desde la distancia llegó a su mundo de copitos de nieve, de soledades y silencios perpetuados, de cárcel de cristal, juntando los recortes de las revistas de corazón, leyendo los titulares de los diarios, mirando noticias o películas en la televisión, todo en un intento de que el tiempo pasara desapercibido y no tener que mirarlo a los ojos enfrentarse a él porque presentía que ese día sería como mirarse desde afuera hacia adentro y encontrarse con la inevitable certeza del cambio en su entorno superficial y mortal, y con la permanencia inmutable de su
alma. En su soledad jugaba con la vida un juego de cartas prolongado en su afán de ganarle la mano al destino, en días que parecían siglos y en noches infinitas, en blanco y negro, o en colores según los matices de los sueños. Cuando la vio supo que había ganado la partida. Fue un reencuentro con los pasos perdidos en caminos de hastíos, en carreteras de cemento duro y silencioso. En ella reconoció la presencia y el aliento percibido en cárceles, en las que el miedo era las gotas de agua cayendo por todos los laberintos del universo y la oscuridad el infinito colgando en el espacio vendado de sus ojos. Cuando la conoció y la tuvo a su vera, sintió que se reencontraba con los años, quizás siglos, milenios que habían caído una y otra vez de las hojas del calendario, en los tiempos en que él la iba buscando mas allá de los momentos perpetuados en los murales de los verbos, más allá de las palabras que por ser tantas veces escritas o dichas, se repetían a sí mismas.  Eran los tiempos en que para encontrarla asumió todos los elementos en sí mismo; Fue agua, aire, tierra y fuego, sus huellas quedaron dibujadas; en las aguas de los mares, en las profundidades de los volcanes, en las alturas de mundo estelares. En ese intento se demostró a sí mismo que la materia tiene el divino embrujo de la transformación permanente y eterna, y que las almas van en vuelos astrales a través del tiempo y del espacio.  Soñaba por si aparecía en unos de sus sueños, y la encontró en la vida cotidiana. Desde ese día ella fue estrellitas y soles en el universo de su alma, de su interior llovían versos que ella le inspiraba. El tiempo, con su manto de aromas y colores, seguía su camino por la vida.

Susana Máspoli



                         Dos por dos Susana Máspoli

Tiempo atrás conocí a Ángela María, compartimos la exposición de cuadros de Rudolf Von Crispen pintor cubista impresionista, en realidad claramente no se define la escuela a la que pertenece, digamos “confusionista”.
Sus obras reflejan criaturas extrañas, con ojos oblicuos.
Cristos, ángeles, nubes, en donde si prestás atención ves más elementos que en el todo.
¿Sabés? es poco conocido -me decía Ángela María. La gente le teme. Observar sus obras conlleva momentos extraños, insólitos.
Así de pronto nacen hombres alambre, el cubo y la perspectiva se funden, las hojas con bocetos corren con desenfreno.
Te asfixiás, no podés respirar. Las paredes llenas de cuadros están en una habitación de dos por dos, estirás las manos, el polvo acumulado en las telas, las paletas, los pomos. Asfixian.
De un marco abandonado cercano a una ventana con rejas, saltan hombrecitos de alambre cantan bailan comienzan a silbar canciones de ésas que hace tanta falta escuchar.
Dos de ellos deciden salir por la ventana corren por un prado imaginario hacia la puesta del sol que casi alcanzan. De rodillas y agotados esperan el momento culminante. Cuando creen que todo termina, cuando cambia el contraste del día y la noche aparece entre las estrellas una flor, la toman. Cuando las imágenes están desapareciendo sencillamente te das cuenta que la flor yace en las manos.
 Busco a Ángela María, nos queremos abrazar pero el gesto en el espacio reducido es torpe, quedamos en una enorme tela sin pintar, nos deslizamos atravesamos el ventanal enrejado ¿a qué Universo accederemos? por desconocimiento ¿será algún lugar prohibido? Simplemente nos perdemos en la bruma entelada y sin enmarcar.




Enrique Epelbom



Existencia Sencilla Enrique Epelbom
Soy la menor de las hermanas, la mimosa, como suelen decir en la familia. Me crié en esta casa inmensa del barrio norte, casi sin salir a la calle. Sus amplias habitaciones y grandes jardines cubrían todas mis necesidades de niña y aparte de eso la distancia entre la casa y la calle, eran para mis piernitas un camino sinfín, sin contar que el portero no me dejaría salir sola. Pero crecí y debí ir a la escuela y allí conocí el otro mundo. Mis compañeras utilizaban palabras desconocidas, en especial cuando regañaban y despacio fuí aprendiendo y también supe que no las debía utilizar en casa. Pero lo que mas me dolió saber, era que todas mis compañeras tenían madre y también padre, yo no conocí al mío, solo tengo una vieja foto que en resumen es la única que existe en casa.

Mi padre murió al caerse su avioneta al mar y eso fue poco después de mi nacimiento. Mis hermanas lo recordaban, pero yo, "la mimosa" debía conformarme con la foto. La muerte de mi padre había marcado profundamente la vida en la casa, nosotras repetíamos todo el tiempo la escena de la tragedia, pero siempre en nuestros cuartos, sin que nadie nos escuchara, pues mi madre nos lo tenía prohibido. Ella casi no estaba en casa, atendía los negocios de la familia que redituaban el dinero que mantenían todo eso que nos rodeaba, incluso el silencio de la muerte de mi padre. Cursé todos mis estudios en institutos privados, pero la universidad, decidí debía ser la del estado.

Después de las clases tenía el ritual de sentarme en el café Opera en una mesa fija en el rincón mas alejado de la entrada y allí escribía las tesis o alternaba con algún compañero hasta las siete de la tarde, en que el chofer pasaba a buscarme y volvía al barrio norte.

Nunca me había pasado que mi mesa en el Opera se encontrara ocupada a las cinco cuando yo llegaba, pues para eso repartía propinas generosas y aseguraba mi propiedad. Pero ese lunes, justo una semana después del fallecimiento de mi madre, regresé a la universidad y por supuesto al café y grande fue mi sorpresa al llegar a la mesa y comprobar que estaba ocupada, y no solo ocupada. En la silla enfrentada a la que yo ocuparía, se hallaba sentado un hombre mal vestido, limpio pero desprolijo, había depositado sobre la mesa un maletín de cuero desgastado que alguna vez había sido de color marrón. El mozo se acercó disgustado tratando de justificarse, pero el ocasional visitante lo alejó con buenos modales. Lo tenía frente a mí y no sabía que quería, su pelo blanco y descuidado caía sobre su cara y él nerviosamente lo acomodaba nuevamente. Fijé mi mirada en el rostro ajado, el que me resultaba familiar, traté de descubrir su parecido, pero en ese momento sus labios resecos comenzaron a moverse.

-Tu eres Morena?, preguntó con seguridad y sin esperar a que yo contestara, agregó: -No te asustes, vine a contarte una historia. Me quedé muda, nunca había estado tan cerca de un vagabundo, cuando los veía por la calle los evitaba y ahora uno de ellos me propone un diálogo, ya mas adaptada al encuentro acepté, mas por curiosidad que conociera mi nombre que por la misma historia.

-Yo fuí hijo único de una acaudalada familia y con el tiempo heredé una fortuna que me posibilitó ser un próspero industrial, con todas las ventajas que eso supone, buenas casas, autos, viajes y todo lo que normalmente muchos soñarían poseer. Me casé con la mujer que quería y tuve tres hijas. Cuando mi mujer estaba embarazada de la tercera, comprendí que toda mi vida había sido un fracaso, no había vivido nunca en familia, no tenía ni idea de lo que pasaba en el país, solo sabía hacer plata y colmar en exceso todas las necesidades de mi familia. En ese momento decidí cambiar radicalmente mi vida, para evitar que mis hijas fueran el mismo modelo de fracasado en la vida que yo irradiaba. Le propuse a mi esposa abandonar ese mundo de falsedades, intrigas y superfluidades y comenzar de nuevo en un nivel medio que permitiera a nuestras hijas ser seres humanos normales y sanas de espíritu. Tenía la ilusión que aceptaría, pero no fue así y allí comenzó un conflicto, que, a los pocos meses era tan profundo, que yo ya había decidido abandonar todo.

Estaba anonadada, por la historia, por la rectitud de ese hombre de apariencia vulgar, pero había recobrado la calma y entonces ordené trajeran mi café habitual y a pedido del desconocido un coñac doble que lo tomó de un solo trago. Esta pausa me permitió observarlo mejor, detrás de esa barba desprolija se denotaban rasgos finos y me reí para mí pues lo encontré parecido a Amanda mi hermana mayor, ya me imaginaba cizañando para reírme de ella como "la vagabunda sin barba".

-No conocí a mi tercer hija. El mismo día del parto abandoné la ciudad con lo que tenía puesto y advertí a mi mujer que no me vería más. Mi avioneta me llevó a un país vecino, donde la vendí y con ese dinero y mi trabajo diario en una fábrica viví dignamente treinta años, como yo quería, pero siempre pensando que mis hijas estaban perdidas. Esto y la soledad me llevaron al alcohol y pasado el tiempo he descubierto que lo único que cumplí fue que mi esposa no me vería mas. Salvar a mis hijas no pude, viví privado de ellas y por eso ahora vuelvo. –Morena, dijo, bajó la cabeza, abrazo con sus manos la copa vacía y agregó: -Soy tu padre, no estoy muerto, esta es la verdadera historia. Apoyó la cabeza sobre la mesa y lloró como un niño.

Incrédula lo miraba sin entender, un hombre que no conocía ni por quien sentía nada se encontraba abatido en mi mesa. Por espacio de diez minutos no dijimos nada, en este tiempo fui conciente que ese hombre era el mismo de la foto de mi padre, mas viejo y descuidado. El se levantó de su silla miró el reloj que pendía en la pared de enfrente: -Son casi las siete y seguro que el viejo Marcus vendrá por ti, volveremos a encontrarnos, necesito el perdón de tus hermanas. Me ayudó a levantarme y nos quedamos frente a frente, mirándonos llenos de preguntas y miedos. Tomó su maletín y se marchó.

Al verlo alejarse, volví a sentarme, pasó por mi cabeza todos esos años que viví sin padre, el orgullo de mi madre y el accidente inventado para justificar su abandono y todo solamente por que él pretendió una existencia sencilla. La bocina de un auto me hizo reaccionar, era el chofer que se impacientó por mi demora. Salí del Opera. Aquí debía comenzar mi vida. –Marcus, vuelve a casa, hoy viajo en colectivo.


Carlos Caposio



¿Escuchás Mirta? Carlos Caposio

Estaba a punto de ser filmado, cubierto ridículamente con un vestido de novia miraba a cámara, abstraído de todo, no parecía una persona enferma, me encantaría saber que pasaba por su cabeza cuando miraba sin mirar.
Con lo que te gustaba el cine, si estos chicos con sus cámaras, supieran. Pero qué les voy a explicar, ahora vienen a filmarme de su tallercito. Piensan que estoy loco ¿Vale la pena que hable de nuestro aniversario? Si sólo me mueven un poco para acá, otro tanto para allá y arman una historia que se inventan.
Se ríen de mí Mirta, eso no está bien, si no te hubiera gustado tanto el cine a estos los mandaba al diablo. Dicen que es un documental sobre la esquizofrenia, o alguna de esas enfermedades de la mente. Para mí sólo es una pantalla. Espero que esta noche puedas verme. Hay luna llena. Desde allá, desde el otro lado ¿Salgo tan ridículo? Decime Mirta, hace años que no me hablás, decime si estoy tan errado, si podés escucharme ¿O será verdad que estoy loco? Que no soy un enamorado y que cuando alguien muere todo se apaga como un televisor que se quema.
Estos pibes me tuvieron dos horas con sus ángulos, las luces, el maquillaje, el vestido este desarreglado que les pedí, que les rogué que trajeran. Nunca entenderán porqué exigí un vestido de novia. Por qué les dije que no usaría otra ropa. Soy loco sí, les afirmé.
Hay luna llena Mirta, hoy me verás desde el otro brillo, cincuenta años de casados, bien sabemos, no se cumplen todos los días. Un beso fuerte Mirta, te sigo debiendo nuestra luna de miel.

Miriam Cairo



                   A la sombra del lar  Miriam Cairo

De sus numerosos enredos sexuales y sentimentales, sólo podemos decir que tienen la particularidad de ser simultáneos. El solipsista que nació en matrimonio es asediado por la esposa que lo intima a comunicar. Incapaz de renunciar al silencio y a sus culpas, el solipsista adopta, ante el acoso, su postura favorita: se acuesta a dormir de espaldas a la humanidad.

Lili Muñoz



                            Mata-amor  Lili Muñoz

Su cita de amor fue siempre detrás de una mata, en la meseta. Cuando llegó el momento de zarpar nuevamente, él deslizó la promesa de volver. Cuentan que al partir el marinero de Magallanes, los ojos de la muchacha tehuelche quedaron prendidos a la planta, calafates de iris, iris@dos.  
Nunca más desde el mar el marinero, dicen, pareció recordar