domingo, 18 de septiembre de 2016

Carlos Margiotta

Aquella tarde 
Carlos Margiotta

Mientras desciendo las escaleras de la estación Once del subte H, recuerdo el rostro con sus grandes ojos y las palabras de mi madre como hace dos años en este mismo lugar. Aquel día me había despertado a las cuatro de la mañana angustiado por una pesadilla: ¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!!, gritaba.
Me llevó un tiempo darme cuenta de lo que había ocurrido. Mi madre había fallecido hacía varios años en un accidente en la estación Hospitales de la misma línea, y yo me había mudado hacía pocos días a un departamentito de la calle Cabrera.
En el sueño, unos hombres armados venían a buscarme y yo escapaba a los saltos por las azoteas del barrio hasta que finalmente me atrapaban y me llevaban atado en un Falcón verde hasta una habitación oscura. Me sentaron desnudo debajo de una gran lámpara, y cuando empezaron a torturarme pasándome la picana eléctrica, me desperté acorralado por el dolor llamando a mi madre.
En los días siguientes pensé que el origen de lo soñado tenía que ver con temas que me preocupaban en ese momento: algunos problemas económicos, hacía poco me había separado de mi mujer y tenía fecha para operarme de mi vesícula perezosa.
No sé porque ahora puedo ponerlo en palabras, quizás por  el tiempo transcurrido hasta el presente, o porque he perdido el miedo de contarlo. Hoy como ayer tendré que hacer el mismo viaje en subte hacia la estación Caseros para visitar al mismo cliente que me debía un dinero por unas mercaderías. Entonces lo inexplicable y maravilloso ocurrió allí, debajo de la tierra, en las entrañas de Buenos Aires, donde otras almas transitan sus vidas a nuestro lado sin darnos cuenta.
Hoy, mi ansiedad crece cuando pienso que ella podría estar en el vagón sentada en el mismo lugar y esta vez me animaría a hablarle, y a tomarle la mano para preguntarle ¿Quién sos? ¿Cómo sabías?, mientras sus ojos grandes me inundarían de nuevo con su mirada tierna.
Aquella tarde esperé en el andén con cierta inquietud, “CON DEMORAS” decía el cartel en la entrada a los molinetes. Linda y moderna arquitectura la de la estación pero con viejos trenes, pensé. Unos adolescentes del colegio secundario coqueteaban entre ellos, se empujaban y hacían morisquetas en una eterna escena de seducción poniendo incómodos a muchos pasajeros. Cerca mío una anciana cargaba con una bolsa llena de ropa comprada en los puestos callejeros de la recova, tres hombres se paseaban inquietos por la tardanza, una monja acompañaba a un discapacitado, una madre hamacaba a su bebé en brazos, dos chiquilines al cuidado de un abuelo corrían sin detenerse y mucha gente seguía bajando por la combinación con la línea A.
Finalmente subimos apretados al tren, la mayoría de los pasajeros estaban con el celular en la mano extasiados en su intimidad, algunos me rozaban con sus mochilas voluminosas, otros trataban de sostenerse de pie mientras el vagón se tambaleaba en cualquier curva, y el olor a encierro complicaba mi respiración. Entonces fue que la ví sentada en el final del tren. Era joven y bonita, como esas criollas con la piel soleada y suave. La chica (¿23 años?) llamaba la atención de los hombres y su apariencia me resultaba familiar, sin dudas la conocida pero no recordaba de donde. 
Ella levantó la vista y dio con mis ojos, sostuvimos las miradas un rato como si nos
volviéramos a encontrar después de mucho tiempo. Andábamos buscando, pensé. 
Me dio vergüenza sentirme tan atraído por una mujer tan joven que podría ser mi hija pero insistí con el deseo de mirarla. Note que a ella no le molestaba sentirse seducida por hombre mayor, por el contrario empezó a sonreírme con sus labios grandes como un fruta colorada. En un momento llegue a imaginar que la vida me brindaba otra oportunidad de amar a una mujer y de ser amando sin condiciones. 
En la medida que el viaje iba llegando a mi destino decidí acercarme a su figura y quedarme hasta que ella se bajara. El vagón se fue desocupando y la intensidad de nuestro encuentro fue creciendo hasta convertirse en una locura que me dió miedo. La ví sacar su celular de la cartera, deslizar su dedo índice sobre la pantalla y escribir un mensaje, después de hacerlo lo guardó en un bolsillo del abrigo, me lanzó un beso con la mano y se paró para bajarse en la estación. En eso sonó mi celular y encontré un mensaje en un número desconocido. “Hijo, estás bien. ¿Me llamastes anoche?”. Marqué de inmediato al número recibido. “No pertenece a un abonado en servicio” dijo la voz. 
Levanté la vista y ella ya no estaba, me senté desconcertado y viajé hasta el final del recorrido. Volví a llamar varias veces sin resultado y traté olvidar el encuentro hasta el día de hoy.
Otra vez cuando subí al vagón  volvió a sonar mi celular “Hijo, me extrañaste” 

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