Encerrarla en su cajita
Silvia Urtubey
Pensó
que llamar al gasista para que revisara
y retocara la instalación antes de la mudanza era una buena idea.
Por
fin, Don Pablo Medina, el carpintero, había conseguido una novia; una mujer
cuyo rostro nos fue negado definitivamente.
Quizás
el gasista, un hombre instruido y de rápidos reflejos, tendría el privilegio de
ver con sus propios ojos a la enigmática anciana.
-No
sé si voy a poder avanzar en esto hoy, Don Pablo. Si quiere que le deje la
cocina económica instalada va a tener que agregar un tramo de caño por acá y
una "T" para la unión- El viejo pícaro lo interrumpió con un chiste
vulgar a propósito de "la unión". No podía dejar de relacionar todo
lo que cualquiera dijera, con su soñado acto sexual y además hacerlo público
para beneficio de su propio estímulo.
El
bueno de Esteban le siguió la corriente.
-Sí,
sí, Don Pablo, "la unión"- mientras acompañaba sus palabras con un
gesto rioplatense de complicidad masculina que consiste en agarrarse con una
mano la entrepierna y al mismo tiempo, mover ligeramente la pelvis hacia
adelante y hacia atrás dos o tres veces.
Don
Medina había difundido su calentura durante todo el verano con orgullo como
cada despojo de su soledad; una especie de patético Rey Momo que paseaba jueves
tras jueves su chifladura por los puestos del Mercado Municipal.
Por
momentos era un caballero y en ocasiones se refería a las mujeres como si el
Concilio de Trento jamás hubiera existido: seres sin alma. Sorprendió a todos
el anuncio y sobre todo la urgencia de su casamiento. Aunque muchas veces las cosas se relatan con
tal síntesis que es imposible dimensionar el tiempo real. Como cuando millones
de años de esfuerzo biológico y evolución,
se narran en un tris pasando de la posición erguida de la humanidad, al
pulgar oponible y el uso de herramientas, para llegar al lenguaje en un abrir y
cerrar de ojos.
-Me caso el sábado- dijo don Pablo Medina,
frotando nerviosamente una cajita diminuta de madera como a una tosca Lámpara
de Aladino.
Llegó
el sábado esperado con la promesa de una excusa social para un brindis. Quizás
algunos vinos, hacerse amigos del hogar a leña, o entre todos madurar el perfil
acariciado de un nuevo y delirante proyecto vecinal, como siempre. Arrojar un
poco de arroz y verlo caer, perdiendo por un instante la noción del ridículo;
pero sobre todo verle la cara a la novia. Después de todo, que la había
conocido en un centro de jubilados era un rumor y nuestro informante, el
gasista, apenas si había alcanzado a ver en su fugaz visita de trabajo unos
colchones maltrechos enrollados, un termo junto a la almohada que tenía una de
sus mitades apoyada sobre la mesa, mientras la otra mitad flotaba en el aire
con equilibrio y simetría maravillosos; una lámpara de fabricación casera
construida con un botellón verde de cuello fino, tres o cuatro cobijas de
estampado escocés todavía humeantes por el polvo de un viaje arrancado al
fletero de favor, y algunas cajitas de madera de variados tamaños que parecían
obsesionar a don Pablo. Una tras otra las lustraba, se iluminaba su mirada
frente a esas pobres lámparas maravillosas: la más pequeña del tamaño de un
dedal, la más grande casi un ataúd.
Esteban
enseguida sintió piedad por aquella mujer. Tampoco la conocía, pero sin duda se
aproximó bastante a Ella, al sentir el contraste de su presencia denunciada a
gritos por su ausencia.
Sin
embargo, sobre la hora, alguien sentenció:
- Don Medina no se casa.
Tras
el lapidario anuncio un genuino silencio llenó el vacío gigante que entre todos
cuidábamos como a un cachorro de bestia fuera de su hábitat, entró Esteban y
palabras más, palabras menos, dijo que Don Pablo está destrozado, que parece
que la novia está mal, que habían tomado mate hasta las dos de la mañana y que
ella se acostó un poco descompuesta. Que amaneció con dificultades para
respirar y medio cuerpo paralizado -Don Pablo había llamado a eso semiplegia,
sin saber que condensaba algunos conceptos con genialidad-. Que se la llevaron
al pueblo en ambulancia y que le practicaron una traqueotomía de urgencia.
Hubo
comentarios y suposiciones acerca de un accidente cerebrovascular, terapia
intensiva, pronóstico reservado, pero todos conjeturamos que Don Medina habría
querido saciar su deseo estrechando por demás a la mujer sin alma, y que la habría
tal vez matado en el abrazo.
El
flete de la mudanza volvió esa misma tarde a la casa de Don Pablo en busca de
los pocos cacharros de la novia. El casamiento estaba oficialmente suspendido
por razones de salud, y Don Pablo se acercó a la fiesta sin fiesta para sentir
al menos unas palmadas en el hombro.
-Don
Medina, quédese con nosotros a tomar unos mates. De paso se distrae un poco- le
dijo Esteban a toda velocidad.
Don
Pablo se puso de pie. Sus ojos eran entonces transparentes y tuvo un temblor
general en el cuerpo, parecido al que se produce en los lactantes cuando se los
deja un instante desnudos. Me conmovió la simpleza con que su mirada nos
suplicaba, como quien confiesa un crimen
que cometerá esa misma tarde, pero sacudí la cabeza negando mi intuición y
sintiéndome
exageradamente involucrado con el viejo que -a decir verdad- me repugnaba
ostensiblemente.
Todo
fue tan deprisa que ni extremas unciones hubo. Pocos fueron al velatorio. El
rostro de la difunta estaba literalmente destrozado. Un insecto diminuto caminó
por su mano en el momento preciso en que el empleado de la funeraria, con
señales de estar dramáticamente acostumbrado a tratar con cadáveres, le
acomodaba la cabellera -sólo por costumbre- un instante antes de encerrarla en
su cajita.
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