LA SOGA
Susana Fernández
Otra
vez se había quedado dormido. La ducha fue rápida, el desayuno no existió; tomó
la valija, las llaves y el teléfono celular. Abrió la puerta del departamento,
bajó corriendo las escaleras y se encontró con el portero en el hall de entrada;
¡buenos días!; ¡buenos días, parece que otra vez se quedó dormido!; así parece,
dijo Ernesto y puso la llave en la puerta que da a la calle. Media vuelta; la
puerta cede y se abre dejándolo pasar. En el preciso momento en que Ernesto
siente que se vuelve a cerrar, su mente queda en blanco. Mira a un lado y al
otro sin reconocer dónde está ni quién és. En su mano derecha un maletín; en la
izquierda unas llaves. Alza la vista encontrándose con la numeración y el
nombre de la calle; y nada, su mente no le da ninguna orden. Desconfiado asoma
la cabeza, luego el torso y por fin se decide a bajar el escalón que separa esa
irreconocible entrada de la vereda, sin saber hacia donde tiene que ir. Ciento
treinta y cuatro pasos y llega a una avenida; un semáforo y la gente que lo
empuja, lo mira con desconfianza, murmuran vaya uno a saber qué cosa, un paso
mas y la multitud lo lleva hacia el otro lado de la calle, ciento treinta,
ciento cuarenta, se pierde en el conteo de los pasos. Se para en la esquina de
enfrente; espera a que el semáforo esté en rojo y con un ímpetu casi
irreconocible vuelve a cruzar la avenida parándose en el lugar ciento treinta y
cuatro. Respira hondo; una leve sonrisa se dibuja en la cara, los ojos atentos,
las miradas que lo traspasan y él que no sabe qué es lo que hace ahí, ni de
donde viene ni a donde va. Otra vez el semáforo en rojo; ciento treinta y
cinco, ciento treinta y seis y sigue la cuenta hasta que con orgullo da el
ultimo paso que lo dejara por fin en la vereda de enfrente; ciento cincuenta y
dos y la cuenta esta perfecta, no hay error. Mira hacia adelante y sin pensarlo
comienza a caminar, ciento cincuenta y tres, ciento cincuenta y cuatro y sigue;
pasa por una ferretería, ciento ochenta y siete, un hombre lo saluda; Ernesto,
que no sabe quién es lo mira sin decir una palabra.-¡Ey!, ¿Cómo anduvo la
cuerda que se llevó ayer?.-Bien, dijo sin saber de qué le hablaba.-¡nos vemos
jefe!, y desapareció. La gente seguía pasando a su lado y él, sin rumbo, sin
memoria y sin saber quién es. Casas viejas, edificios semi nuevos, negocios,
esquinas olvidadas, gente que lo mira, manos que se mueven en algo parecido al
saludo, bocas que gesticulan y Ernesto que no sabe que hace parado enfrente de
esa ferretería.-Señor; disculpe, pero... ¿para qué le dije que necesitaba la
soga?.El hombre que lo mira, frunce el entrecejo, una duda pasa como un
fantasma por sus ojos, y le dice: -Me pidió una soga resistente, fuerte y
segura.-¿Segura para qué?. -Si no lo sabe usted...Una soga, ¿para qué una
soga?, ¿y por qué?. Vuelve sobre sus pasos ciento setenta y cuatro, ciento
setenta y tres y así hasta el ciento cincuenta y dos. De nuevo el semáforo. Los
autos pasan: marrones, verdes, azules, blancos; una mujer que se para a su
lado, lo mira y le sonríe. Amarillo, rojo; los autos frenan, el dibujo ilumina
a un transeúnte caminando, señal que ahora sí se puede cruzar. Ciento treinta y
cinco, ciento treinta y cuatro y llegó. No le queda otra que descubrir el
motivo por el que un hombre dice que en el día de ayer, él compró una soga.
Mira hacia adelante, toma aire y el conteo sigue bajando, cuarenta y cinco,
cuarenta y cuatro y cada vez falta menos. Un cartel: kiosco abierto las 24
horas; cuatro, tres, dos, uno. Un escalón y el hombre que lo mira:-¿Se olvidó algo?,
pregunta; -No sé, es la respuesta. Busca unas llaves; tiene que ser esta. Media
vuelta; la puerta cede y se abre dejándolo pasar; esta se cierra detrás de él.
Mira el hall de entrada; su reloj le indica nueve y veinticinco; parece que voy
a llegar más tarde que nunca, piensa y vuelve a salir.
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