jueves, 20 de octubre de 2016

Negro Hernández

        Como un retrato  
Negro Hernández

La reconocí cuando entró al café porque su pequeña figura coincidía con la que imaginé en nuestra conversación telefónica. Se fue acercando despacito como dudando de la señal que habíamos acordado: un ejemplar de Los Siete Locos sobre la mesa. Entonces apuró el paso y pude verla mejor desde el lugar elegido junto a la ventana adonde el sol de invierno la iluminaba de frente.
Vestía un largo tapado bordó mostrando apenas sus tobillos finos, y un sombrero tipo cosaco del mismo color abrigándole su cabeza enrulada. Se presentó levantando sus gruesas cejas (me gustaron) que se abrieron como una boca amenazando un beso. No era precisamente una bella mujer, pero no desentonaba con el paisaje del café refugio de hombres, poco habituado a recibir a damas finas y misteriosas.
En un gesto desabrochó el tapado sujetando en la otra mano un sobre de papel madera, y cuando terminó de acomodarse en la silla, sacó una agenda de su cartera y una lapicera del bolsillo. Su cuello emergió del suéter azul con rombos, (¿o era con dibujos de una cultura aborigen?). Su piel, blanca, demasiado blanca para esos ojazos celestes ocupándole la totalidad de la cara, algo aniñada, casi ingenua, aunque su mentón apuntando al cielo le daba un toque atractivo de malicia. Una delgada línea negra dibujada en sus párpados era todo el maquillaje (eso creo), enmarcando una mirada intensa que poco a poco fue haciéndose más lenta hasta posarse sobre sus palabras llevadas por una voz ronca, incapaz de ser contenida en su breve cuerpo.                              
Hablaba moviendo sus manos con pasión como dirigiendo una sinfonía. No llevaba anillos ni pulseras, sólo un reloj plateado alrededor de su muñeca huesuda. La escuché con atención (tengo esa virtud), de a ratos distraído, hasta que perdí el hilo de la charla tendida entre los dos como si alguna imperceptible violencia hubiera atravesado el recorrido de mis pensamientos. Ella se inquietó percibiendo mi fuga y habló del tiempo. A partir de ese momento algo familiar y a la vez ajeno nos fue rodeando como una esfera cálida colgando del cielo, en esa tarde de agosto que se escurría entre su pocillo de lágrima y mi café cortado.
 "Es tarde" dijo amagando llamar al mozo para pagar la consumición, pero la detuve. Nos levantamos para despedirnos y le di un beso cerca de la comisura de los labios, prometiéndole llamarla después de haber leído los poemas que descansaban dentro del sobre de papel madera, como un puente. Su imagen desolada cruzó el empedrado tanguero buscando la parada del colectivo. Con impaciencia abrí el sobre (contenía varias hojas escritas en computadora) mientras trataba de ubicarme sin ansiedad frente a ellas.
No eran los detalles de su vestuario, ni su voz, ni su mirada, ni siquiera la suma de las partes. Era su totalidad unida con hebras invisibles volviendo como un retrato. Tomé el primero de sus escritos y leí:

Tu mirada se posa
sobre mis palabras
y me lleva en una tarde
de agosto
hacia la esfera
colgada del cielo
como un retrato.


Liliana Souza

1936 - Pizarnik - 1972  
Liliana Souza

Dos fechas.  29 de abril de 1936.  25 de setiembre de 1972.   Dos extremos que marcan los vaivenes exactos del poema.  Una voz lanzada, perdida en algún territorio, en aquel pequeño mundo de Alejandra Pizarnik.
 Como escritoras, analizamos la obra y la magnitud de su palabra, la que no conduce a respuestas únicas o fijas, sino ambiguas, múltiples. 

Aquí, algunos textos.


Retrato                                                                      de María del Carmen Catalán


Bebió de la vida

hasta emborracharse

buscando en ese corto  trayecto

algo que le permitiera descubrir

que valía la pena recorrer ese camino.

En su primera persona del singular

guardó más que un tesoro,

un cúmulo de dudas sin respuesta.

Sufrió.  Padeció.  ¿Gozó?

Imposible saberlo con certeza.

Sólo anduvo y en el andar

dejó las huellas de su sentir.

Caminaba sonámbula, transparente,

buscando quién sabe qué,

para dar sentido a la vida.

Y así, se fue.

Buscando quién sabe qué,

para dar sentido a la muerte.     


Porque la poesía no ocurre en las palabras sino entre ellas, Alejandra escribió.  

Mariposa de cristal, como restos fósiles de la poeta que fue y continúa.


Destellos                                                                                  de  Mabel Enriquez


Hoy aleteas sin rumbo

                     mariposa de cristal.

Para herirte,

descerrajaron sin piedad

                                 la red.

Te astillaron las alas.

No pudieron matarte.

Te buscaron en las flores de los jardines.

 Vos aleteabas,

        entre las flores de los cementerios,

                                    impulsada por la muerte.

La sangre coloreaba las alas astilladas.

Hasta que decidiste dejarte caer.                    

Más no lograste la quietud.

Hoy, aleteas sin rumbo,

                       mariposa de cristal,

con las astillas

                           dando brillo y reflejos,

                           sobre flores de poesía.  


Esa mujer distante, sin edad y suspendida en su lugar vacío, abrió un nuevo claro en el bosque de la palabra.   Esa mujer, su deseo y la gestación casi imperceptible.


Alejandra, ya sin voz                                                                 de Graciela Lewis


Los espíritus del monte le dijeron:

Sólo silencio e inmovilidad habrá en los árboles. Conviene que haya quien los proteja.

Entonces nacieron los guardianes. Así, se perfeccionó la obra cuando la ejecutaron, después de pensar y meditar.

En esa tierra, días y noches distintos, un algo fue surgiendo luego de sacar capas de hermetismo total.

Eran poemas, relatos. Cada uno mostraba su esencia en la búsqueda balbuceante de calor y luz.

Vivencias, sentires, gozos, no explicados.

Ése era el precio de una vida infeliz. La savia nueva corría a borbotones, en busca de su camino, hasta encontrar el sonido de una campana opaca que le marcara los días entre cielo y tierra.

Magia callada y sutil, fácil de gozar y absorber.

Pudo esperar, porque así lo estableció desde el principio, por siempre.


Como escritoras, analizamos a Alejandra Pizarnik.  Una traza, apenas fugaz, como el acto de romper espejos para que surjan más superficies, más Alejandras.  Para que regrese. Para que vuelva, una y otra vez, luego de cada muerte.

Jenara Garcia Maruchi Martin


HOMENAJE A LA AMISTAD 
Jenara Garcia Maruchi Martin


Alguna vez hemos pedido a Dios: ¿concédeme un amigo?. Seguro que no. Pero cuántas veces en la vida le habremos dicho ¡AYUDAME DIOS MIO! … Dios es nuestro  amigo . No impone condiciones. Es el amigo sincero, de verdad, que nunca te falla, que siempre está a nuestro lado, y nos presta AYUDA, sin que se la pidamos. Nuestro eterno e inseparable amigo “invisible.”  Y no pide nada a cambio.
 Con respecto a la amistad una vez leí el siguiente relato, de cuyo texto no me he podido olvidar,  y decía era real (nadie lo firmaba) .
 Se trataba de un joven  que estaba cumpliendo una misión de riesgo en una O.N.G.  y mediante una llamada telefónica anunciaba sus padres que tenía una licencia y en  dos días estaría  con ellos.. Los padres felices de escuchar su voz, no le preguntaron ¿cuántos días estarás?
 -Madre quiero decirte que no voy solo, me acompaña un gran amigo, más de una vez me ha salvado la vida.
 -Está bien hijo, le recibiremos con todo afecto y haremos que se sienta cómodo en casa los días que estéis.
 -Madre, te quiero anticipar que él no ha tenido mi misma suerte, pues debido a una explosión de una bomba perdió un brazo y una pierna y tiene dificultades para manejarse sin ayuda.
 -.¡Ho!, hijo – le contestó la madre- Eso creará dificultades en la casa para poder atenderle, ¡Entiéndeme, hijo, Entiéndeme!. No tengo ninguna persona que me ayude y ya sabes mi problema de espalda, pero podemos buscarle algún lugar donde podrán atenderlo.
 - Te comprendo madre y pensaré en una solución viable, hablaré con él,  pues se trata de un gran amigo. Se que tus intenciones son buenas, puesto que conozco el grado de tu bondad. Volveré a llamaros y os diré el día que llego.
 - A los dos días recibieron otra llamada, pero no era de su hijo. Era de la policía. Les pedían que fueran por el Hospital XXX  Una vez en el Hospital les informaron tenían que pasar por la morgue para reconocer un cadáver. 
 -¡Qué sorpresa - indescriptible! –. Al cadáver le faltaba un brazo y una pierna, y era el de su hijo. Nunca se repusieron de esta desgracia. En adelante sobrevivieron necesitando de los amigos .
 - Su hijo se había suicidado arrojándose desde la torre de la Catedral. . 

María A. Escobar


Un viaje de placer 
María A. Escobar

Llegué a la estación del ferrocarril a las siete de la tarde. Mostré mi pase y entré. Estaba cansada, hacer trámites siempre me había resultado fastidioso. De una sola mirada abarqué el andén de derecha a izquierda y ví con enorme desaliento, una abigarrada multitud que miraba ansiosa el sitio por donde debía aparecer el tren. Un altavoz anunciaba, de tanto en tanto, que el tren venía demorado por un accidente ocurrido en Avellaneda.
 -Uno que se tiró- sentenció un morocho con una gorra que hubiera necesitado un buen fregado con jabón y lavandina.-
 - No hermano, esto pasa demasiado seguido. No hay tanto suicida, por ahora, al menos. Este tren lo dejaron para el final, total acá viajamos los laburantes.
 -Bueno, acotó una señora bajita, pasa en todos los trenes… coche no tenemos, somos pobres.
 Pobres o no tanto seguía llegando gente y del tren nada.
 Como todos, yo también esperaba. No había otra forma de llegar a casa.
 Los colectivos iban repletos y demoraban mucho, también eran más caros.
 Entonces esperábamos con esa resignación propia del que está acostumbrado al maltrato. De repente y cuando empezaban a arreciar las puteadas, entró el tren, repleto.
 Cuando se abrieron las puertas, algunos salieron como pudieron, a los codazos y empujones. Yo, sin darme cuenta, fui llevada en andas y caí entre un muchacho de anteojos y un viejo que parecía asmático, o tal vez respiraba de ese modo porque se sentía ahogado.  Yo no podía ni girar la cabeza para darme cuenta de quien había apoyado una bolsa sobre mi pie izquierdo. Por el peso, parecía que llevaba un cadáver.
 -Quién es el dueño de la bolsa que tengo sobre el pié, dije, con voz airada,
 –Es mía, mamacita, me sopló en el cuello.
 Amo a mis hermanos latino americanos., pienso que mi país es grande y generoso y que tiene lugar para ellos, pero en ese momento, solo por un instante, con el pie machucado sentí algo como la xenofobia.
 El país es grande pero parece que los trenes son cada vez más chicos.
 -Bueno, le dije, saque su bolsa  de mi pie o tendrán que amputármelo.
 -No hay por donde mamacita, dijo con voz llorosa.  Pensé que nunca volvería a comprarles verdura, pero sabía que esto no sería posible todas las verdulerías eran de ellos. La excesiva proximidad con los otros sacaba lo peor de mí.
 Adiós solidaridad, pensaba.  Yo, tan humana, podía llegar a cometer un asesinato en ese preciso instante, pero no podía ni mover los brazos, menos aun empuñar un objeto cortante o algo por el estilo.
 Me rendí frente a mi hermana sudamericana, de modo que empecé a tratar de sacar mi pié atrapado por la bolsa con un esfuerzo digno de mejores causas.  Forcejeé y cómo. Mi cara enrojeció y el pié salió de su mazmorra un tanto aplanado. Pero no había lugar para los dos. Como una garza viajé hasta el final con uno solo apoyado en el piso y el otro en el aire. Recordé casualmente un fragmento de un poema de Pessoa; “…maravillosa gente humana que vive como los perros…” Yo no viajaba todos los días, pero ésta gente volvía de sus trabajos toda la semana Y viajaba de esa manera, sin perder el humor, estaban contentos de volver a sus casas, aunque aun, a muchos de ellos les aguardaba el viaje en colectivo. Así que cuando llegamos a Glew, nuevamente fui sacada en andas, pero pude respirar algo de aire, detenida en el andén para ver una nueva estampida de los que salían disparados a tomar los colectivos, muchos de ellos saltando a las vías para tomar los ómnibus que paraban al costado de ellas.
 Continué detenida hasta que todos hubieran evacuado el andén y, rengueando un poco emprendí la retirada. Me alcanzó una figura pequeña, que llevaba a sus espaldas el maldito bulto (¿cómo podía?). 
 -Mamacita, me dijo. Toma éstos limones. En su mano oscura brillaban cuatro lozanos frutos.
 -No necesito limones, dije con cierta hostilidad.
 -Tomalos, por lo del pié, y, en secreto me alcanzó algunas hojas verdes. 
Eran de coca, me los daba para el pié, que estaba un poco hinchado.  Tomé las ofrendas y murmuré un “gracias” y me puse a llorar, como una estúpida.

Gustavo M. Galliano

NUNCA PASIÓN NUNCA
Gustavo M. Galliano

Se rebeló a creer en un Dios,
omnipotente y jactancioso,
y su hoy pagano se arrodilla,
ante una cruz, una equis, una esfera.
Deseó llegar a ser inmortal,
y se tatuó el rostro de Dorian Gray…
hoy gime sus lamentos,
marcando en el fango su desliz.
Se rebeló a creer, creyendo,
bebió de su propia bilis candente,
se arrepintió y gimió, titubeante,
más no hubo ángeles insurgentes.
Se despertó y encontró despojos de Sol
cocinando una aurora pretérita y ausente,
pidió perdón,  masculló disculpas,
pero era tarde para creyentes o augures.
Se lamentó por no creer en algún Dios,
se lamentó por deambular en solitario,
solo y cansado se entumeció, masticando gusanos,

en sombra peñasco, cima hosca de montaña.-

Luís Enrique Grafeuille


 
SIETE LETRAS
Luís Enrique Grafeuille   
Si con siete notas
se ha podido,
con siete letras
también se logra
en ambos casos
levantar refugios,
otros universos
en el cuál dialogues
y aunque tantas veces
se nos hiera vida,
para de cualquiera
será siempre uno
por antecedentes
por historia misma
por necesidad
de crecer a pleno,
con las siete letras
en su melodía
cuenta el paradigma
de engarzar afectos
mas si acaso quieras
cuando las combines
mira...
cuanto suma escribir familia                  



Carlos Margiotta


NANETE 
Carlos Margiotta

Nanete llegó a las cinco en punto, como todos los martes, y repitió el ritual. Frente al espejo colgado en la puerta del ropero, se desvistió. Primero se quitó el sombrero de fieltro, después el saquito de franela gris y el chaleco haciendo juego, después la camisa de seda blanca y la pollera ajustada del trajecito sastre. Se miró el cuerpo generoso en el espejo con una sonrisa maliciosa. Continuó sacándose la enagua de rayón, los zapatos de taco alto, y las ligas que sujetaban las medias negras con una fina costura a lo largo de los muslos y las pantorrillas que enfundaban esas piernas perfectas, esas piernas que tanto me calentaban. Abrió el ropero y descolgó la bata de algodón bordó, se puso las chinelas de piel de zorro, y se fue a duchar.
Yo, sentado entre el biombo chino y el bargueño inglés, apenas podía ver el vapor escapando de la puerta entreabierta. El ambiente era demasiado estrecho para la cama de dos plazas, estilo francés, las mesitas de luz, y el sillón Luis XVI, que el señor había comprado en Maple.
Ella me ignoraba, haciéndome sentir un objeto decorativo, ausente, discreto, esperando el encuentro de esos dos desenfadados, insaciables y mentirosos amantes, que hacen el amor  delante de mí sin pudor. Se abrazan, se tocan, se muerden,  escuchando tangos y boleros en la victrola que debajo de la ventana aturde mis oídos. Después del placer fuman un cigarrillo, beben una copa de coñac, se dan un baño perfumado juntos, y se visten, y se besan nuevamente, y el señor le da un billete de cien pesos y ella lo guarda en el corpiño, y se dicen te quiero amor mío, y se despiden hasta el próximo martes, y me dejan a media luz,  me dejan solo, mudo, ciego, petrificado en un rincón, por ser simplemente el cómplice gato de porcelana. 



Gustavo Andrés Murillo


La niña y la tormenta 
Gustavo Andrés Murillo

Cuando los rayos del sol consiguieron atravesar la densa capa de nubes plomizas ya nada era igual. Habían bastado cuatro horas de lluvia para que el lecho del Rio Seco movilizase una tromba de barro y enredados troncos de árboles que destruyeron en cuestión de minutos todo un barrio. La gente, las familias, muchos de ellos desnudos se amontonaban en techos, árboles o cualquier lugar alto y desde allí observaban las ruinas sin convencerse del todo de haber sobrevivido a ese sorpresivo ensayo del Juicio Final. Los primeros periodistas ya estaban llegando y en medio del pasmoso silencio un viejito vestido solo con un pantalón corto y ojotas sonreía a visiones de su pasado y comenzaba a tocar, con el entusiasmo de lo cotidiano, su violín; sus pies descalzos, flacos y blanquísimos por el forzoso baño, colgaban del árbol en que estaba sentado, tan eterno y enclenque como él.
Babel, el periodista, se demoraba. Sabía que los movileros de su programa ya estarían llegando hacia el barrio del desastre, él los había llamado al momento de enterarse de la gran noticia, sabía que de no hacerlo, sus chicos (como los llamaba con desprecio de padre déspota) se hubiesen quedado toda la mañana a la sombra del edificio municipal esperando a que hable cualquier funcionario con ganas de avanzar unos casilleros en su carrera.
Babel… Juan Babel se demoraba mirando con pena sus zapatillas importadas. Al final se decidió a salir de su casa, podían estar llegando ya los funcionarios provinciales y él debía estar vestido adecuadamente. Aunque al volver a su casa –quizás ya entrada la noche- iba a tener que tirarlas.
Al llegar empezó rápidamente a sacar fotos, mientras les indicaba a sus periodistas a quien entrevistar: debía asegurarse de que las entrevistas se desarrollasen sin ataques de histeria ni arranques de odio contra el gobierno. -¡Para que, si después los volverán a votar!- les explicaba a sus movileros. El sí, cada tanto, se peleaba pero eso era algo  diferente.
A un par de horas de dar vueltas al desastre, caminando sin saber si donde pisaba había sido casa o calle, Babel ya estaba sinceramente sorprendida de que no llegasen funcionarios de primera línea, -esos estarán tan desorientados como los de acá- pensó. Como pudo consiguió una charla informal con el hombre a cargo del rescate del barrio, el Comandante Piedras. Él le confió que habían recogido bajando por la crecida del Río Seco tres cuerpos: una anciana que figuraría como un infarto, un hombre que vivía solo –este sería alcohólico- y otra mujer vieja, seguramente boliviana. Estaba claro que ella sería NN.
El Comandante dijo –y el periodista confiaba en su criterio a ojos cerrados- que la situación ya había sido controlada. Luego, pasado el mediodía, comieron juntos y llegados al postre Piedra le dio la gran primicia: Si se garantizaba la tranquilidad de la población, en una semana, vendría el Presidente. Babel en silencio maldijo su suerte, con semejante noticia él no debería haber almorzado. Su ulcera le cobraría su buen apetito .
Durante esa tarde se dedicó a observar el improvisado campamento, los militares lo estaban organizando bien. Las familias se acomodaban en carpas y un puesto de control regulaba quien entraba o salía, hasta el periodista tuvo que mostrar sus credenciales al par de soldados que le apuntaban (como si no lo conocieran) mientras lo miraban impersonales tras sus lentes oscuros.
La única carpa que no respetaba el orden y decoro administrados por el ejército era la del grupo de chicos que habían estado bailando en el boliche cuando estalló la lluvia. Los jóvenes parecían aun un poco bebidos -cosa ya imposible, serian solo nervios- y metían bochinche, amontonados en una esquina del campamento cantando cumbias en desafinado coro y alegremente. Entre ofuscado y resignado el Comandante les dio la libertad para que se retiren a sus casas solo luego del veredicto del cura que se había instalado para ayudar a poner orden en el campamento. Este había hablado con ellos y no había forma: solo iban a enloquecer a todos.
Ya entrada la noche Babel pudo irse a dormir. Antes pasó por el bar donde discutió un par de horas sobre el último gran interrogante del pueblo de Bermejo: Para el, debía respetarse el inicio del Carnaval si no se quería terminar de colmar la paciencia del pueblo, nadie lo entendió pero él ya estaba acostumbrado. Durmió con la tranquilidad del que ya sabe cómo amanecerá al día siguiente.
El día, por supuesto, amaneció radiante. Luego de recibir el permiso especial para montar la radio en el campamento Babel se encargó de recibir donaciones y apoyó, contundente, la decisión del Intendente de dar inicio al Carnaval. A unos cien metros del campamento se organizó el palco oficial y la pasarela a lo largo de la ancha avenida y llegando hasta el puente del Río Seco. Por allí pasarían las comparsas y carrozas, También los diferentes pimpines: en fiestas oficiales la presencia de los indios era siempre requerida.
Los refugiados miraban con un asombro alegre cómo se armaba la gran fiesta. Parados en las colas organizadas en los cuatro extremos del campamento: la fila de la comida, la del agua, la de los médicos y la de los baños químicos, descontaban que no les cobrarían entrada al espectáculo. Babel trabajo cruzando los dedos y dedicó el resto del caluroso día a tranquilizar almas. Aunque lo disimulaba bien, no salía de su asombro: familias separadas, sin propiedad ni trabajo y nadie enfurecía. Todo se debía –se dijo- al ejército. Nadie como los militares para organizar a las masas. Al llegar la tarde los indios del pimpín del barrio Gral. Roca llegaron para pedir a los guardias del campamento que permitiesen salir a su reina, la chiquita había salido a bailar la noche de la tormenta. Los indios habían confiado en que ella estaría allí, encerrada junto al resto de los refugiados. Babel se retiró preocupado esa tarde viendo los pálidos rostros de los guardias que no sabían cómo explicar (no manejaban el idioma y no contaban con el tacto necesario) que la reina de los indios no aparecía en los registros, ella nunca había estado allí.
La mañana llego con un sol potente, definitorio. El clima mismo confirmaba la importancia de la fecha: comenzaba el Carnaval, las aguas se calmarían y luego podría aterrizar el Presidente con parte de su gabinete. Babel, camino al campamento, condujo disimuladamente por frente de la Comisaría. Había allí un pequeño grupo de indios. Era la familia de la reina, su madre y hermanos mayores estaban detenidos. Sin embargo pudo averiguar que –quien sabe conque promesas- el pimpín del barrio Roca participaría en la apertura del Corso.
Las radios empezaban a cubrir el episodio, pero rápidamente el tema decayó. Porque quizás se había escapado con algún novio, o se estaría prostituyendo o drogando. En el fondo era responsabilidad de su familia que por algo había sido detenida.
Pasó el caluroso día y llegó la noche clara, llena de estrellas y guirnaldas en la avenida por la que desfilaría el corso. Babel con su cámara fotográfica estaba parado como todos los años frente al palco oficial pero no se atrevía a mirar los pálidos rostros, no quería retratarlos así y no sabía qué hacer. El locutor daba largas al inicio de la fiesta, hablaba de la alegría de la noche, de olvidar todas las penas. Hablaba de todo menos del penetrante olor a cadáver que trasminaba la noche e intoxicaba a todos los presentes.
Unas cuadras más abajo, bajo el puente del Río Seco, el cadáver de una joven india se descomponía aceleradamente por el caluroso clima de los últimos días...Cerca, en el palco, políticos y empresarios se culpaban mutuamente con mudas y expresivas miradas: todos se habían apurado, golosos de los subsidios que hubieran recibido cuando aterrizase el avión presidencial… Ese avión parecía ya solo parte de un bello sueño deshilachado. Las autoridades a punto de ser vencidos por las náuseas trataban de sonreír, de aparentar seguridad.
Babel bajaba los ojos para no ver, apenado. De repente dio un salto, sobresaltado al sentir que lo tironeaban de la manga del traje: un viejito vestido solo con pantalones cortos y ojotas le pedía que buscase al cura, que le hablase  para que le devuelva el arco de su violín. Se lo habían quitado hace tres días para que no molestase con su ruido al campamento.


Hernán Garay

A las tres de tarde de un día de agosto 
Hernán Garay


La rutina grabada a lo largo de toda una vida en la milicia, lo ayudaba a llevar adelante sus años, sus enfermedades y la creciente ceguera, que lo encerraba cada día más en la oscuridad.
 Temprano ese día, comenzó su actividad. Pese al calor del agosto europeo, no dejó de ponerse su pañuelo negro al cuello y su tapado de grandes solapas y de dos filas de botones, que él mismo muchas veces remendó.
 Ayudado por su bastón y no por ello sin dificultad, comenzó su diario caminar hasta un promontorio del cual podía observar el rugiente mar, aunque ahora poco lo podía ver, pero eso no importaba.
 Allí, sentía el viento sobre su arrugado rostro y sobre su blanco cabello.
 Ese viento, le traía también entrañables sonidos de trompetas, de cascos de caballos, de rugidos de cañones, de choques de sables y lanzas, en síntesis le devolvía lo que había sido su vida, que ahora se le escapaba día a día.
 Pasado el mediodía regresó a la casa, se sentó en el sillón tan viejo como él y comenzó a mirar el pequeño fuego que siempre estaba encendido.
 Una vez más los recuerdos comenzaron a acompañarlo.
 Lentamente su bravo corazón dejó de latir y la poca luz que había en sus ojos se apagó.
 Se vio extrañamente joven caminando con su uniforme azul, sintió el peso y el ruido de su sable corvo colgado del cinturón a su izquierda.
 Vio a lo lejos una torre con un campanario, que creyó haber visto antes, y cerca de ella a muchos soldados con uniformes de la patria tan lejana y querida.
 Alguien se adelantó cuya cara, reconoció.
 Ese muchacho, con una tonada fuertemente correntina le dijo:
 - Bienvenido mi Teniente Coronel… lo estábamos esperando.
 En ese momento comprendió.
 El anciano militar, lo estrechó en un abrazo y al hacerlo tocó la espalda del correntino y le dijo:
 - Todavía está abierta esa herida
 - Es mi orgullo… -fue la corta respuesta-.
 - Esa mañana cuando fui a verlo y a agradecerle ya era tarde, se lo digo ahora muchas gracias… dijo el recién llegado.
 - El agradecido soy yo, por haber podido cabalgar con usted hacia la gloria.
 El resto de los que allí estaban se acercaron a abrazarlo, vio allí muchas caras muy queridas.
 El lugar que Dios tiene reservado para los soldados, a partir de ese momento fue mejor, porque el Primer Soldado de América, el Capitán del Nuevo Mundo había llegado.
 En un lugar del sur de Francia a las tres de la tarde de ese día de agosto un reloj detuvo su andar.



Eduardo Coiro


Florecido  Eduardo Coiro

 
 El hombre la había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable en el jardín.
 Con la misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada.
 Al otro día, justo al otro día. El hombre plantó en su lecho a una muchacha bella como una azalea. La mujer se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.
 No se quedó quieto. Siguió plantando bellas mujeres que se marchitaban antes del nuevo amanecer.
 Nadie pudo crecer ni florecer en ese lugar. Su vida era un jardín desierto al que regaba inútilmente antes de anochecer.
 Hasta que percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo y que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza. Y eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
 El hombre se vio a la siguiente mañana en el espejo y comprendió lo que sucedía.
 No había logrado extirpar bien las raíces de ella. Su amada.
 Sus brotes se abrían paso por sus poros y estaban a punto de estallar en flor.

Elena Rubins


                     LA VIDA EN UN INSTANTE  
Elena Rubins

Terminó de barrer el local donde trabajaba. Lo invadió una gran sensación de cansancio y de vacío. Hacía doce horas que estaba metido en ese bar donde se reunían esos chetos que gritaban, bebían cerveza y fumaban algún que otro porro. No tenían de qué vanagloriarse salvo de sus levantes ocasionales.  No obstante, no era eso lo que más le molestaba.
Su cansancio tenía otro origen.  Venía desde adentro, recorría sus vísceras hasta alojarse en su pecho.  Se sentó en el suelo del salón ahora vacío. Una tenue luz se filtraba por la ventana.  Se descalzó y  miró sus pies agarrotados.  Se los masajeó con sus manos entumecidas.
Ese día cumplía veinte años, sin pena ni gloria. Se sentía un viejo que ya lo había vivido todo, incluso el amor en todas sus formas. Sin embargo estaba decepcionado, sin futuro a la vista aunque creía que el mundo yacía en sus pies.  Pensaba que los pies lo llevarían hacia algún lado. Adónde, no lo sabía.
Se incorporó y buscó música en su celular. Lentamente  comenzó a balancearse con movimientos rítmicos y acompasados.  Primero, lentamente, luego con frenesí. Terminó encima de una mesa. ¿A qué se debía un cambio tan brusco?, se preguntó, sin encontrar la respuesta.
El desfallecimiento de apenas un instante atrás había desaparecido.


Cerró el local. El silencio de la noche lo atrapó y comenzó despacito a silbar una balada mientras caminaba, vaya saber hacia adónde.

Marta Becker


                                                 ULTIMA VEZ  Marta Becker

Abre las ventanas, deja que entre el aire frío, el viento mueve las cortinas que ella observa por última vez, y surge en su cabeza un pensamiento tan trivial para el momento como el hecho de que ya no las lavará más.
Desordena las sábanas, tira de un manotazo todas las cosas depositadas en la mesa de luz, y con una sonrisa amplia sale del dormitorio.
El placard vacío habla de sus intenciones.
Reconoce después de mucho tiempo que no es merecedora de la presión psicológica que soportó durante años, y si bien ya no es tan joven, aún le queda vida por disfrutar y está dispuesta a aprovecharla. Romper con los mandatos atávicos será su mayor triunfo.
Cuántas cosas pasaron, cuántas palabras se dijeron, cuánta energía perdida. Una realidad que antes no podía ver la vuelve consciente  para tomar la decisión,  con una firmeza que no conocía en ella.
Ya no se permite influenciar por la familia, los amigos, y hasta los vecinos;  eran meros espectadores de una ficción con dos personajes de  excelente actuación en el escenario cotidiano, pero que se arañaban en la intimidad.
Nada la va a detener. Huele la liberación. Se siente eufórica, aunque por dentro  un dolor punzante le recuerda que pasó la vida, la suya, y no supo manejarla.
Recorre con lentitud todas las habitaciones, fija la mirada en cada detalle que le trae recuerdos, los amontona en la memoria, y comienza a cantar mientras recoge sus cosas.
No quiere ver a nadie.


Apaga todas las luces, enciende la radio a todo volumen y sale a la calle dando un tremendo portazo.

Elizabeth Oliver

                            Amnesia Elizabeth Oliver

Subió lentamente las escaleras del Estadio casi vacío y se sentó allá arriba, en la última grada de la tribuna. No sabía por qué había entrado ni qué lo había impulsado a subir tanto. Miró hacia la cancha por un instante, sin interés, y dejó que su mirada se perdiera en la nada. Estaba confuso, tratando sin suerte de hilvanar algún pensamiento, de recordar algo, por lo menos, dónde había estado antes de llegar ahí.
 Buscó en sus bolsillos... sólo tenía unos pesos, la entrada y un boleto de estacionamiento, marcado a las 19:30. Miró el reloj, eran casi las 9 de la noche. Había salido en el auto, pero ¿a dónde?, ¿en qué garaje lo había dejado?, ¿y por qué?
 Sintió el murmullo sordo de la gente festejando un gol. Los oía más lejos de lo que realmente estaban. Tenía que hablar con alguien, preguntar, tratar de recomponer el vacío instalado en su mente. Bajó las escaleras y llegó a la salida. Afuera, las boleterías ya estaban cerradas, sólo se veían unos cuantos guardias dispersos, en grupos de a dos, y un manisero, avivando el fuego interno de su carrito.
 Se arrimó al vendedor y le compró maníes para entrar en conversación. Quería saber si lo había visto llegar al estadio, y empezó contándole que no recordaba nada, ni siquiera dónde había estacionado el auto. El hombre lo miró extrañado, le preguntó si se sentía mal, le palmeó el hombro y lo invitó a sentarse en su banquito. En eso, se oyó una voz a sus espaldas:
 -¿Qué le pasa, señor, lo podemos ayudar en algo?
 Eran dos policías uniformados, de los que andaban en la vuelta. Les respondió la verdad de lo que estaba sintiendo. Necesitaba volver, aunque no sabía a dónde. Si pudiera encontrar el auto, tal vez recuperara la memoria. Les mostró el boleto, los dos agentes lo guiaron hasta el estacionamiento más cercano, en Avda. Italia y Albo y entraron con él.
 -Vamos a ver el coche, pero antes de dejarlo ir, le vamos a llamar una emergencia para que lo revise -le dijo uno de los agentes mientras el otro hacía la llamada por el móvil-, no puede irse sin saber a dónde, no se preocupe, va a estar bien.
 Al abrir la puerta, vieron un zapato de mujer en el piso, un taco muy alto asomaba por debajo del asiento. No lo tocaron... se miraron de reojo.
 -Parece que andaba acompañado... y que la dama salió apurada... ¿por qué no nos cuenta lo que pasó?
 No podía contar lo que no recordaba, pero empezó a ponerse nervioso.
 -A ver, déme los documentos -abrieron la guantera y los sacaron ellos-, ¿se acuerda cómo se llama?
 -Sí, Mario Suárez.
 -¿Y la dueña del zapato, quién es?
 -Ella es... no sé... es... no la recuerdo...
 Llegó la ambulancia, lo empezaron a revisar y a hacerle preguntas. Tenía la presión un poco alta y el pulso agitado, le dieron un comprimido y querían llevarlo al hospital para hacerle estudios, pero se negó. Mientras tanto los policías, uno con cada uno de sus documentos, hablaban por los móviles. Apareció un patrullero y lo invitaron a subir. Los uniformados de a pie se fueron sin explicar nada; presintió que los motorizados ya sabían lo que le pasaba.
 -Vamos a dar unas vueltas, a ver si se acuerda de algo.
 Se metieron en el Parque Batlle y enfilaron hacia la fuente luminosa, adelante se veían dos patrulleros con las luces del techo girando y varios haces de luz de linternas moviéndose entre los árboles. Se detuvieron junto a los otros, lo hicieron bajar y sosteniéndolo de un brazo se internaron en el parque. Estaba cada vez más nervioso, sudaba.
 -¡Acá!  -gritó uno desde lejos- ¡vengan acá!, ¡traigan más luz!
 Había una mujer tirada en el pasto, quieta, con un pie descalzo.
 -¿Está viva?
 -No sé, a ver... Sí, tiene pulso, pero muy débil, llamá una emergencia, está muy golpeada... pero... ¡es un travesti!
 Mario se zafó del agente que lo sujetaba y corrió internándose en el parque.
 -¡Alto!, ¡alto o disparo! ¡Correlo, este hijo de puta se acordó de todo!
 Uno o dos tiros al aire no lo detuvieron, pero tropezó y lo pudieron alcanzar. Cuando la ambulancia se llevó al travesti, que ya recobraba el conocimiento, volvieron a subirlo al patrullero, ahora esposado.
 -Lo reventaste y te tenemos que llevar por agresión, pero más que nada por tarado. Si no nos hubieras hecho el verso de la pérdida de memoria, nunca habríamos sabido quién le pegó.
 -No fue verso, me quedé en blanco... me asusté, creí que lo había matado. Es que cuando lo subí al auto pensé que era una mujer y cuando me di cuenta me puse furioso. Se escapó y corrió, pero mal, con un zapato solo, lo alcancé enseguida y le empecé a dar y a dar... hasta que cayó.
 -Sos un tipo de mala suerte... nos avisó otro marica de los que laburan por acá y por eso lo encontramos. Si nadie hubiera llamado, se despierta solito y se va, como hacen todos cuando les mueven la calavera. Ya están acostumbrados, ni siquiera van a la seccional a hacer la denuncia. Si el juez que está de turno ahora es el que yo pienso, te va a procesar sin prisión, él tampoco se los banca. Pero igual te vas a comer 48 horas ó un poco más, no mucho. Y para la próxima, aprendé a reconocerlos antes de levantarlos, gil... ¡mirales las patas!, ¿dónde viste una mujer que calce más de 42?