domingo, 22 de enero de 2017

Raúl Prieto

                            
Muerte natural 
Raúl Prieto

Era en los albores del tercer milenio cristiano, tiempo en que los homicidios, por un raro capricho contra natura, habíanse distinguido entre primates, humanos y una, por el momento imprecisa, escala intermedia.
Uno de esos especimenes de taxonomía incierta yacía sobre la Mesa de Morgagni, medido y pesado. 
-Hembra, cuarenta y seis kilos y trescientos treinta y ocho gramos, ciento cincuenta y tres centímetros- anotó el obductor, sexo, peso y talla.                                                                   Indiferente ante el hedor, mezcla de  formol y putrefacción que impregnaba el ambiente, el forense  se acercó a la mesa. Calzaba  botas de goma y protegía su traje beige raído con un delantal negro de hule, estilo carnicero. Luego de varios esfuerzos para obtener perspectiva del cuerpo a través de unas antiparras rayadas por el uso, se inclinó sobre el cadáver desnudo.
La extensa y estratégica iluminación sobre la mesa de acero hacía que, a pesar del volumen corporal del experto, éste no proyectara su sombra sobre el cuerpo yacente. Con pericia rutinaria se calzó los guantes; casi de inmediato, el látex humedecido por la transpiración traslució unas manos velludas, cuadradas, toscas, habituadas a manipular objetos sin vida.                                                                                  
Con destreza y sin esfuerzo comenzó a rotar el cuerpo de izquierda a derecha, a examinar cada segmento de la piel moteada de mugre y livideces; con dificultad por el rigor mortis extendía los miembros en busca de magulladuras, heridas, contusiones, pinchazos ilícitos; luego pasaba a explorar sin respeto los orificios, con los mismos dos dedos y en este orden: ano, vagina y boca.                                                                                                         -No hay objetos extraños- dedujo tras retirar y oler sus dedos vejadores -uno nunca sabe que pueden esconder- dijo en repuesta a mi gesto de desagrado tras la maniobra.
-Entre catorce y… veintiún años. ¿Coincidimos? - preguntó.
El obductor no objetó el dato, que situaba la edad de la occisa en una enorme franja cronológica que la emplazaba en el centro de la Campana de Gauss de la población femenina de Cuello de Águila –luego, como arrepentido de la vaguedad de la afirmación, dijo:-En la morgue judicial de la Capital podremos dar más precisión a la edad de la difunta. -el ayudante anotó el dato.
-No hay signos de violencia. -dedujo tras un rato de adusta y a la vez, profesional observación, tras lo cual me dirigió una mirada de bulldog indiferente.                                    No por aparentemente cierta, la afirmación pareció menos chocante.                                      -¿No hay signos de violencia? -repetí el dictamen en forma de pregunta.  
-No, no los veo.-afirmó molesto pero con mayor convicción tras una re exploración fugaz obligada por mi presencia.                                                                                     
-¿Qué entenderá por violencia?. Me pregunté y procedí a examinar el cuerpo. 
Tras mi primera inspección, debí reconocer que la vaga afirmación del forense respecto a la edad de la muerta, se trataba de una lamentable verdad. Era, a simple vista, imposible determinar si se trataba de una niña, adolescente o mujer.                      
Con una curiosa mezcla de repugnancia y ternura que azotó mis sentidos saturados de fetidez, comencé a reconocer  el cuerpo.                                                
El cadáver, aún tras la rigidez, se mostraba como un estampado de postergaciones y sufrimientos, de violencias seculares, sucesivas y continuas: improntas de una desigual -y a las claras perdida- lucha por la supervivencia. Mi examen, sin la pericia del tanatólogo, no procuraba detectar los indicios de la causa inmediata del deceso, sino del lento, irremediable, histórico y anunciado final, que comenzó en el momento mismo en que ese cuerpo anónimo vio la luz por primera vez.                                                   
El rostro aún virginal, era aindiado, moreno y cetrino a la vez, de pómulos salientes, nariz chata y ancha, castigado por la intemperie, expuesto al viento salitroso y al sol, surcado por las huellas que ambos dejaron de grietas y manchas en variados tonos de pardo.
El pelo, seco, duro y quebradizo, seguramente sometido al mismo castigo de sol y sal, que, junto a una glándula tiroides deficiente que sobresalía inútil en el cuello oscuro, fatigada de trabajar lejos del yodo y del mar, permitía ser desprendido sin esfuerzo de un cuero cabelludo repleto de pústulas y  claros. La piel, ya marmórea, dejaba ver cicatrices -algunas profundas, otras no tanto- que alternaban con innumerables huellas de picaduras y laceraciones de todo tipo.                                                                            
El rictus me obligó a emplear una abreboca para vencer la rigidez mortuoria de la cavidad oral, pude comprobar inflamación crónica de encías por carencia habitual de hierro y del abecedario vitamínico en pleno; con un separador ancho hice a un lado la lengua, grotescamente grande y repleta de fisuras y úlceras carenciales. El escenario no era más agradable. Tras soportar la agria hediondez, comprobé la casi total ausencia de piezas dentarias, y las escasas, tercamente sujetadas a los maxilares grises, manchadas por el arsénico del agua no potable de la región.                                                                              Ajeno ya a la posibilidad de infringir una herida, quité con afectada precaución el instrumental de la boca, quizás como manifestación de protesta frente a la estética del trato hacia la “cosa” llamada cadáver por parte del forense.
Tras un alto casi forzoso para atenuar la repugnancia que me producía la impregnación de putrefacción, miseria y muerte, retomé el examen en el abdomen adolescente: era llamativamente flácido y, a pesar de la distensión mortuoria, excesivamente excavado. La prominencia de los huesos de la pelvis, junto a la delgadez de muslos y pantorrillas, delataban desnutrición; las múltiples estrías pigmentadas y senos pequeños señalaban uno o varios embarazos pasados sin lactancia. Continué con el ritual del recorrido céfalo-caudal, pasé la mano por las plantas de los pies: su grosor y aspereza mostraban que probablemente no conocían el calzado.  
No sin dificultad pude abrir sus manos: las uñas habían dejado su impronta en las carnes mugrientas de las palmas, las explicaciones podían ser dos: el rigor había llevado a esos dedos a una flexión forzosa y el tiempo hizo lo demás, o bien, se trataba de un postrer acto de fuerza y rebeldía contra el cercano e ineludible final. En honor a la vida me aferré a esta última posibilidad. -Hija del monte- pensé, cópula espontánea entre otros dos hijos del monte, retoño abandonado de a poco después de la teta, a sabiendas de que el hábitat proveerá todo lo necesario para subsistir, al menos hasta que ella alcance la edad suficiente para que, a través de otra cópula no planeada, pueda preservar la especie.
El perito forense no había faltado a la verdad: no habían signos de violencia. ¡Qué dictamen!                                                                                                                                  Naturaleza, historia y sociedad habían dejado marcas de saña indeleble en ese cadáver, encarnizamiento que la perseguía aún después de muerta, ya que de las escasas once mil trescientas diez almas que pueblan Cuello de Águila, después de casi veinticuatro horas de hallado su cuerpo semidesnudo a la vera de la ruta que une Laguna Salada con la Capital, ninguna la extrañaba ni preguntaba por ella. No sólo muerta sino también ignorada.
-Fue muerte natural- afirmó el forense tras aceptar el mate que le ofrecía el oficial.              
-¿Muerte natural?- repetí  el dictamen con irritante tono inquisidor.                                    
-¡Si, hombre! Paro cardio-respiratorio no traumático- insistió el legista.                    
-Tiene razón, doctor, no hay violencia, no hay trauma, y es completamente natural que una mujer sea hallada muerta a la orilla del camino.                                                                        -No, no es natural, digo simplemente que…-intentó en vano aclarar el concepto, el médico enviado por la policía de la provincia.             
-Sí, comprendo su idea, simplemente murió -lo interrumpí.
-Bueno, veo que nos entendemos -dijo aliviado---Vayamos a comer algo que ya es hora. -propuso el colega, feliz de haber sido interpretada su intención y de creer que había concluido el trabajo.              
-¿No le van a practicar la autopsia? -pregunté.
-Por supuesto, es una “NN”; aunque no sean evidentes signos externos de agresión, el informe debe ser  rotulado como ”muerte dudosa”.
 Pero hacemos la “necro” después de comer -insistió el forense mientras le guiñaba un ojo al médico obductor.

-Lleva mucho de muerta- se lamentó el ayudante. Inmediatamente observé con indisimulada repulsión los ojos de aquel hombrecillo cuya decepción provenía de la imposibilidad de lucrar con las corneas de la difunta, negocio habitual con los hijos del monte, generalmente no reclamados, ya que el resto de los órganos, por su grado de deterioro, no cotizaban, eran desechables.
 Cubrimos el cuerpo tan repleto como carente de signos de violencia con una sábana blanca de tela interrumpida por agujeros que nadie se había ocupado en remendar. El oficial inspector dio unas órdenes al adormilado milico parado en la puerta y los cuatro abandonamos la morgue en busca de algún bodegón abierto en el tórrido mediodía de Cuello de Águila.
 En los escasos cincuenta metros que median entre la morgue anexada a la comisaría y la ampulosamente llamada “Confitería Palace”, que no pasaba de ser un figón de mala muerte con atención prostibularia en los fondos, fuimos interceptados por una miríada de pequeños, la mayoría hijos del monte, que desafiaban con sus pies descalzos la temperatura del asfalto impregnado de salitre y mejorado para la campaña electoral. Una multitud de manos morenas se extendían caprichosamente y sin esperanza en procura de alguna limosna. Hurgué en mis bolsillos y extraje varias monedas que procedí a repartir entre los mendicantes. Mis tres acompañantes, incómodos por mi “magno  gesto” hicieron lo propio. La muchedumbre de párvulos se retiró feliz en medio de una algarabía en las que se mezclaban corridas y gritos.   Reflexionó el forense -Seguramente corren a buscar droga. -afirmó.                                  
 -¿Droga? es verdad, esos chicos representan el “Cartel de Cuello de Águila” -respondí
 -¿Realmente cree que cambiarían un sándwich o un pan compartido por droga?                  -Sí hombre, estos cholitos se “dan” desde chicos -respondió el forense con seguridad insultante.        
No respondí, simplemente reflexioné sobre cuántos prejuicios similares aguijonearon “sin violencia” desde su infancia y durante su existencia a la joven yacente en la sala de autopsias, fallecida por “causas naturales”.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

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