martes, 18 de julio de 2017

Vale Dujovny


                                      SUBTE 
Vale Dujovny

Entonces aparece esa joven con esa calza.
La observo y puedo intuir cada detalle de su intimidad, cada mínimo pliegue de su anatomía.
Está desnuda, con cien mil pequeñísimas flores pintadas en el sexo.
Vende Beldent a 2 por 10.
¿Qué edad tiene…20, 200 años?
Pasea sus largas piernas de langosta y su hermoso culo por el pasillo. Carga esa cajita llena de chicles. Deja un paquete en las rodillas de los pasajeros.
Su carne tiembla levemente en esa marcha. Muerde con fuerza para sostenerse. En una mano el producto, y con la otra, reparte. Asida de ningún lugar. Va y viene. 
Dudo si lo que escucho es el chirrido metálico de las vías o los ratones de los pasajeros, aullando a su paso. 
No mira a nadie. Todos la miran. Algunos con celo. Otros en celo. 
Ellos resisten en sus asientos, con los labios apretados, con miedo de que la baba se les escurra, caiga y ruede por el piso… Incómodos, resbalosos… 
Algo ha sucedido, y no es que se haya detenido la formación. 
Esa joven acaba de recordarles el estribor negado de sus existencias. 
El sonido de las chancletas que ella arrastra despierta a las bestias encerradas, susurra afónico, lubrica las bisagras de sus prisiones.
Sudan salados los mares en sus caderas, y trepa el agua hasta la boca de otros.
Todos se yerguen a su paso, suavemente, en la marea vaivén que los mece al mismo tempo que sus ancas. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. 
Disimulan, complacidos por ese oleaje inesperado, fuente que mana memoria y vida. 
Respiran el aliento ajeno. Recuerdan… Abren la boca para exhalar.
Tragan saliva a la vista de ese parque de diversiones.
Algunas gárgolas la observan desde la puerta, bajo el cartel de las estaciones.
La miden, la destazan, la cortan en pedacitos, la rebanan con el filo de sus lenguas y el revés de sus postizos. La sazonan de impudicias.
Al postre, eructan y la crucifican.
Ella pasa, como un viento anónimo, con la lucidez vacía de quien no espera nada, de nadie, nunca más. Sigue una senda que se va a abriendo a cada paso de sus pasos. Solo ella la ve.
Llega al final del vagón. Encaja la zanja de su trasero en la barra del fondo, se mete los dedos sucios en la boca y cuenta los billetes con experiencia de tachero.
La miran… Ese movimiento en cámara lenta, de su lengua mojando el pulgar, el chasquido de sus dedos contando los de a 10, prodiga polvos de hada en el Nuncajamás de bajo tierra.
El tictac cáustico del paso por los durmientes abre una brecha matutina de ensueño en la imaginación de los topos que habitan ese espejismo.
Recién entonces vemos su rostro.
Ella nos odia.
Sus ojeras oscuras nos odian. Sus pestañas con rimmel azul nos odian. Sus talones resecos nos odian. El olor a aceituna de sus axilas nos odia. Su pelo mal teñido y mal planchado nos odia. Las aletas de su nariz, expandiéndose por debajo del piercing, inhalando el aire inmundo del Subte, 15 horas al día, nos odian.
Todos bajamos la mirada.
Somos culpables de este escarnio. De sus sueños podridos de antemano. Del agujero negro en su mirada.
Ella nos odia y todos lo merecemos.
Somos culpables.
Estación Plaza Miserere. Su culo pasa frente a nosotros como un último alegato en su defensa.
Suena el sinfónico silbato, en un réquiem a su partida. Está muerta, por nuestra mano. Sus uñas sucias ya están escarbando la tierra de su olvido. 
Y tiene ese culo perfecto que no le sirve para nada. 
Desciende.
Juro que atravesó la puerta antes de que se abriera.

 

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